La ropa usada es, para una gran mayoría de nosotras, parte de nuestra vida cotidiana. Heredamos de nuestros hermanos y hermanas, primos y hasta amigos que, de un día para otro, crecen y se quedan con los pantalones chutos o las faldas demasiado cortas. “Está como nuevo”, nos dicen las mamás para consolarnos, porque, salvo en Navidad, no es frecuente que te compren ropa nueva. Por otro lado, se han puesto de moda los jeans zaparrastrosos y agujereados, que son más cool, especialmente si dejan ver pedazos de trasero y entrepierna. Calzones y calzoncillos usados están fuera de esta categoría y ya representan la indigencia o una situación de extrema necesidad.
Hace ya muchos años, cuando se acabó con la industria textil y la tan codiciada ropa norteamericana se volvió made in China, la clase media empezó a lucir blazers (así se comenzaron a llamar los sacos), carteras, zapatos, camisas y pantalones usados, dignos del hombre Marlboro. En ese momento, muchos usuarios de esa nueva moda barata, wash and wear y más sexy que las confeccionadas por el sastre de la esquina, llegó el “proceso de cambio”.
Javier Hurtado, más conocido como Tataque por las amigas, fue nombrado ministro de Desarrollo Productivo del MAS, proponiendo una transformación radical en la estructura productiva: iban a acabar con las toneladas de contrabando de ropa usada que luego aparecían en tiendas y “boutiques” esparcidas por todo el país. La antigua demanda de trabajadores de la industria textil, de confección, de importadores de maquinaria y muchos más —entre ellas muchas mujeres— había calado hondo en Hurtado, quien convenció al entonces ministro de Economía y hoy presidente de procurar recuperar la industria textil. Fue, sin embargo, una de las primeras promesas incumplidas, que provocó en Hurtado problemas de salud y una gran tristeza. Al poco tiempo, este luchador nos dejó sin lograr el giro que en aquella época mucha gente consideraba posible. Arce y García Linera prefirieron dormir con el enemigo, los contrabandistas, que pasaron a alimentar la masa amorfa de los movimientos sociales.
Esta historia viene a cuento porque lo que está ocurriendo con las elecciones de este año tiene muchos rasgos que se puede decir “no son lo mismo, pero son iguales”. Los partidos políticos en competencia, que en realidad son viejas marcas —muchas de ellas chutas—, son como la ropa usada de origen chino, y algunos quizás hasta conserven etiquetas americanas. Pero si sus dirigentes se las ponen, ya no parecen hombres Marlboro, sino viejos y arrugados ideológicos del siglo XXI.
El Tribunal Supremo Electoral ha pasado de ser un maestro sastre de la política: ha dejado de hacer ternos y ahora solo cambia cuellos y puños, esos que mi abuelito llamaba revólver para indicar que se daban la vuelta a pedido del cliente. No hago la lista porque se me acabarían los caracteres que me piden los editores sobre los errores del TSE.
Muchos candidatos se están tironeando la ropa (las siglas), y hasta una pareja de dirigentes originarios están peleando la marca de un traje que parecía hecho a medida de Andrónico y su joven compañera, que es más compatible con Dunn que con los cocaleros. Ambos pretenden imponer su figura por sobre la tenida, aunque su ropaje ideológico deja mucho que desear.
Los ropavejeros o dueños de las siglas usadas parecen no haber comprendido o tal vez fingen demencia premeditadamente para sacarle el jugo a sus marcas; es que, junto al consumismo y los cambios identitarios, muchos electores ya no quieren seguir la moda de sus padres y familiares y, como dice la canción, es “por internet que se dicen te amo” y por TikTok que se aficionan a sus candidatos.
Es muy interesante que los candidatos ya no se disfracen para parecer originarios y tampoco se pongan la famosa chompita de Morales, con la que pudo mostrarse sencillito y conquistar adolescentes y opinadores. No saben qué ponerse, a quién abrazar y con quién sacarse la foto. Tampoco han logrado calmar la incertidumbre, y a pocos días de las elecciones sigue el temor a que estas no se realicen y que masas de contrabandistas y usuarios de ropa usada terminen estrangulándose entre sí para disfrute de tiktokeros y redes sociales, donde se venden más mentiras que verdades.