Más de una vez personas que no conozco se me aproximan en la calle y en tono amable, pero también con un cierto aire de asombro o quizás impotencia, me preguntan: “¿por qué la gente no se levanta?”.
Y claro, cuando hacen referencia a por qué la gente no se levanta, imagino que están apelando a la necesidad de salir de la pasividad ante una crisis desesperante, con énfasis en una economía hecha añicos.
La misma pregunta, pero en un tono más incisivo e interpelador, me la formulan recurrentemente algunos periodistas, analistas e investigadores radicados allende nuestras fronteras. En ambos casos, mi respuesta siempre suele ser una decepcionante duda.
Es absurdo pensar que ante cada problema la ciudadanía deba considerar que su única opción sea propiciar un levantamiento para resolver sus problemas. De hecho, eso es algo que nunca debería suceder, ni siquiera pasarnos por la mente.
No obstante, si ponemos las cosas en retrospectiva, es desolador constatar que los bolivianos aún no logramos resolver nuestros problemas en los espacios formalmente instituidos, los cuales se sobreentiende que un Estado de derecho con estándares democráticos mínimos debiera brindar.
Esos espacios a los que me refiero son básicos y necesarios para canalizar demandas, protestas o iniciativas emergentes de la ciudadanía. Consecuentemente, si los mismos funcionaran regularmente, nunca pasaría por la mente de nadie pensar en acciones extremas, considerando que la figura de un eventual levantamiento pareciera estar más próxima a una convulsión social que a una simple protesta.
Sin embargo, la realidad se impone con crudeza. Si a alguien se le ocurre interponer una demanda contra alguna autoridad por un hecho de corrupción, violación u otro motivo, cuenta con el Ministerio Público, la Contraloría, el Defensor del Pueblo y hasta la Asamblea Legislativa, según sea el caso.
Empero, lo más probable es que solo reciba un portazo en las bruces. Por tanto, solo le quedan dos opciones: salir a protestar o acudir a los medios de comunicación. Ambas situaciones son poco probables de prosperar, porque en las calles las contraprotestas de grupos de choque se activarían de inmediato y con violencia extrema, y, en los medios de comunicación, quizás no necesariamente reciban sus reclamos con entusiasmo.
Por otra parte, si alguna persona o colectivo quisiera canalizar una iniciativa legislativa, que además está contemplada en la Constitución, se toparía con una Asamblea Legislativa anulada, o lo que es peor, cerrada, porque ni siquiera sesionan.
En esas condiciones, ¿con qué entusiasmo, furia o determinación van a actuar los ciudadanos? Todos los espacios de canalización formal están anulados. ¿Estamos conscientes de lo que eso significa? No es autoritarismo, es totalitarismo.
Hace mucho tiempo los aires revolucionarios se extinguieron. Una impronta “robolucionaria” emergió con una inédita virulencia. El “vivir bien” fue cumplido a cabalidad: promovió la emergencia de una nueva oligarquía que vive demasiado bien.
Abanderan la retórica postiza de defensa de los pobres, indígenas y excluidos; se hicieron del control total, no solo del poder, sino de las riquezas de todos los bolivianos.
Desde minerales, madera, tierras, combustibles y un sinfín de recursos, la prosperidad le llegó solo a un pequeño grupo de privilegiados, que además sostienen sin el mayor rubor que el retorno de la supuesta derecha les arrebatará sus derechos y conquistas sociales.
O sea, se blindan inoculando odio y resentimiento, proyectando falacias para perpetuarse, manteniendo al pueblo en la ignorancia y pobreza.
Entonces, ¿por qué la gente no se levanta? Una primera razón podría ser la cercanía de las elecciones generales. La misma ha creado en la población una sobreexpectativa casi al grado de la fetichización: es como si algo mágico estuviera por suceder.
Se siente en el aire una sensación de esperanza, esperanza de que pronto vendrán tiempos mejores. Los candidatos ofrecen la reaparición casi inmediata de dólares, carburantes, alimentos y recuperación del poder adquisitivo de nuestra moneda. ¿Por qué no creerles? Solo queda tener un poquito más de paciencia.
Pero, ¿eso es todo? ¿Por eso el pueblo no se levanta? Claramente está lejos de ser suficiente.
Una segunda razón podría ser la impunidad. Ahora mismo, robar, violar, traficar o estafar no son delitos, son una prerrogativa de los poderosos al mando del país.
De hecho, hijos, esposas, amantes, dirigentes y demás clanes succionan insaciablemente todo lo que pueden a vista y paciencia de todos. Las denuncias y escándalos abundan, pero nada se investiga y menos se sanciona.
Esas señales decadentes han desmoralizado hasta la fibra más íntima de la mayor parte de los ciudadanos.
Como contraste, vale la pena recordar que en Suecia, Mona Sahlin, exviceprimera ministra, fue descubierta (1995) usando su tarjeta de crédito oficial para comprar un par de chocolates Toblerone (“el caso Toblerone”), por un valor de 35,12 euros.
Aunque los montos no eran exorbitantes y los devolvió, el uso indebido de fondos públicos, por pequeño que fuera, generó un escándalo ético masivo. Sahlin renunció a su puesto de ministra y se retiró temporalmente de la política.
Aquí, los hijos de algún jerarca compran miles de hectáreas de tierra por millones de dólares, negocian recursos estratégicos, y el pueblo mudo. Lograron lo peor que le puede suceder a una sociedad: silenciarla y atemorizarla (miedo).
Una tercera razón podría ser el adoctrinamiento. Veinte años repitiendo y presumiendo superioridad en todos los campos, sobre todo machacando en los colegios y algunas universidades ideas guevaristas, chavistas, castristas, etc.
El adoctrinamiento es un arma. Gramsci teorizó al respecto, visualizó la hegemonía como el desembarco de las ideas comunistas en la educación, religión y medios de comunicación. De esa manera, las nuevas luchas no serían con armas, sino con ideas recargadas de odio y confrontación.
Así adoctrinaron a muchos jóvenes que están dispuestos a dar la vida por sus ideas, restando importancia a las imposturas y la misma crisis.
En ese contexto, el pueblo está literalmente silenciado, atemorizado y adoctrinado, pero con la llama de la esperanza viva. Por eso, la lucha ya no es por la democracia, es por algo mucho más importante: la libertad.
Franklin Pareja es cientista político.