La iniciativa del Gobierno de Rodrigo Paz de poner fin a la subvención a los hidrocarburos ha vuelto a colocar en el centro del debate nacional un tema tan recurrente como incómodo: la forma en que el Estado administra sus recursos y cómo, llegado el momento de ajustar, el costo suele repartirse de manera poco simétrica.
Aunque la medida despierta resistencias comprensibles, se apoya en fundamentos técnicos asociados a la sostenibilidad fiscal. Al mismo tiempo –y esto no debería sorprender a nadie– sus repercusiones sociales son profundas y difíciles de disimular. Comprender esta dualidad es esencial para evaluar el verdadero alcance de la decisión, más allá de los discursos tranquilizadores.
Argumentos técnicos desde la necesidad fiscal
Un presupuesto al que se le acabó la vocación filantrópica. La subvención a los hidrocarburos ha pasado de ser una política de alivio social a convertirse en uno de los compromisos más voluminosos e inflexibles del gasto público. En un contexto marcado por la caída de los ingresos fiscales, un déficit que se ha vuelto costumbre y un endeudamiento con márgenes cada vez más es–trechos, continuar financiando este esquema equivale a ejercer una generosidad estatal que ya no se respalda en la caja, sino en la esperanza. Mantenerla supone, en los hechos, gastar recursos que no se tienen, confiando en que el problema se resuelva solo.
Desde esta lógica, la eliminación de la subvención aparece como una medida destinada a dar algo de oxígeno a las finanzas públicas y a ordenar un presupuesto que no admite improvisaciones. En el mejor de los casos –y siempre según la narrativa oficial– los recursos liberados podrían reorientarse hacia áreas consideradas prioritarias, como la salud, la educación o la inversión productiva. No obstante, como suele ocurrir, estos destinos se enuncian con notable entusiasmo, pero con escaso detalle, quedando en ese cómodo espacio donde las promesas presupuestarias son tan flexibles como las proyecciones macroeconómicas que las acompañan.
Precios de fantasía y eficiencia a conveniencia. Sostener los combustibles a valores artificialmente reducidos transmite señales económicas poco saludables: incentiva un consumo excesivo y convierte la eficiencia energética en una opción prescindible, casi decorativa. Cuando el precio deja de reflejar los costos reales, el mercado pierde su capacidad de orientar decisiones racionales y la asignación de recursos se vuelve, en el mejor de los casos, arbitraria. Desde una perspectiva técnica, la subvención introduce distorsiones que terminan afectando la productividad y la competitividad de la economía, aunque estas consecuencias suelan aparecer en los informes y no en los discursos.
En la práctica, el combustible barato no solo impulsa la movilidad; también adormece la urgencia de adoptar cambios estructurales. Postergar la modernización tecnológica, retrasar la transición energética o ignorar la necesidad de eficiencia se vuelve más fácil cuando el precio no incomoda. Así, las reformas siempre están en agenda, siempre son necesarias y siempre se anuncian como inminentes, mientras el surtidor, fiel a su función, sigue ofreciendo una tranquilidad que la economía, en silencio, no puede sostener.
Dependencia creciente de combustibles importados. La política de mantener los combustibles subvencionados no solo ha aliviado precios internos, sino que también ha profundizado la dependencia del país respecto a la importación de hidrocarburos, particularmente de diésel. Al vender estos energéticos por debajo de su costo real, el Estado asume pérdidas sistemáticas que terminan drenando las reservas internacionales y debilitando la balanza comercial. En otras palabras, se importa cada vez más, se vende cada vez más barato y se espera, con optimismo institucional, que las cuentas cierren por sí solas.
Desde esta perspectiva, la eliminación de la subvención aparece como una vía para reducir la vulnerabilidad externa y atenuar la exposición del país a los vaivenes del mercado internacional. Sin embargo, esta corrección implica también un reconocimiento tácito: la tan invoca- da autosuficiencia energética no logra materializarse y permanece, por ahora, cómodamente instalada en el ámbito de los planes, las proyecciones y los discursos estratégicos de largo plazo.
Consecuencias sociales difíciles de maquillar
Un costo de vida que, puntualmente, siempre sube. El incremento en los precios de los hidrocarburos se pro- paga con una eficacia digna de mejor causa a lo largo de toda la cadena económica: transporte, producción y distribución incorporan rápidamente el nuevo costo, que termina reflejándose en los precios finales. El efecto es un encarecimiento generalizado de bienes y servicios que llega sin demoras al bolsillo de la población, demostrando que el mercado suele ser ágil cuando se trata de trasladar aumentos.
Este impacto no se distribuye de manera uniforme. Los hogares de menores ingresos, que ya administran presupuestos al límite y con escaso margen de maniobra, son los más afectados. Para ellos, la inflación no es una estadística ni un gráfico trimestral, sino una experiencia diaria que se manifiesta en el pasaje, en el mercado y en cada ajuste “moderado” que, sumado a los anteriores, termina redefiniendo lo que significa llegar a fin de mes.
Mayor presión sobre el transporte y la movilidad. El aumento en el precio del combustible impacta de forma casi automática en las tarifas del transporte público y en los costos de desplazamiento de trabajadores, estudiantes y pequeños productores. Cada ajuste en el surtidor encuentra rápidamente su reflejo en el pasaje, confirmando que, cuando se trata de trasladar costos, la cadena funciona con admirable eficiencia.
Para amplios sectores de la población, moverse no es una decisión discrecional ni un lujo prescindible, sino una condición elemental para acceder al empleo, la educación y los servicios básicos. La movilidad es una necesidad estructural, no una variable de ajuste. En este escenario, la tan citada eficiencia del mercado ofrece pocas alternativas reales: caminar más, viajar menos o simplemente adaptarse, opciones todas ellas que suelen encajar mejor en los modelos económicos que en la vida cotidiana.
Un terreno abonado para la conflictividad social. La experiencia histórica indica que cualquier ajuste en los precios de los combustibles rara vez pasa desapercibido o se recibe con aplausos. Sin un acompañamiento efectivo mediante políticas de compensación y una comunicación clara y creíble, la eliminación de la subvención se convierte en un catalizador casi garantizado de protestas, bloqueos de rutas y tensiones sociales de diversa intensidad.
El verdadero desafío no consiste en evitar el conflicto –una aspiración que en este terreno resulta casi utópica–, sino en gestionarlo con cierta destreza antes de que se transforme en un problema de difícil control. Es decir, más que intentar apagar el fuego, la tarea es aprender a bailar con las llamas sin quemarse demasiado, mientras la opinión pública observa, como siempre, con una mezcla de expectativa y escepticismo.
Impacto desigual sobre los sectores más vulnerables. Aunque la subvención a los combustibles se promociona como un beneficio universal, la realidad es que su eliminación golpea con especial intensidad a quienes menos capacidad tienen para absorber incrementos en los precios: los hogares de menores ingresos. Mientras los discursos oficiales hablan de “ajustes necesarios” y “orden fiscal”, la equidad social suele quedarse en la fila de los olvidados, convirtiéndose en la víctima silenciosa de las medidas que, en teoría, buscan bienestar general.
Sin políticas de protección focalizadas, este tipo de ajustes no solo corrige desequilibrios presupuestarios, sino que también corre el riesgo de profundizar las desigualdades existentes, demostrando que, en materia económica, la universalidad de los beneficios a menudo es más aspiración retórica que realidad tangible. En otras palabras, la igualdad suele ser un invitado a la mesa de las reformas fiscales que nunca llega a sentarse.
Así, el desafío del Gobierno es demostrar que este ajuste no es simplemente un ejercicio de contabilidad elegante, sino un paso hacia un desarrollo más equilibrado y, con un poco de suerte y algo de arte político, también más justo para Bolivia. Porque, como suele ocurrir con las reformas difíciles, la línea entre corrección económica y percepción de sacrificio colectivo es tan fina como los márgenes presupuestarios que se pretende salvar.
Eduardo Leaño Román es sociólogo.