La victoria del binomio Rodrigo Paz–Edman Lara en el reciente balotaje parece más el inicio de un experimento político que la simple continuación de una historia conocida. No estamos ante un recambio generacional en sentido clásico, ni ante el surgimiento de un mesianismo centrista con aires de renovación; lo que el electorado selló en las urnas fue, más bien, una mezcla prudente de fatiga, expectativa y cautela colectiva.
Paz y Lara asumen el mando de una Bolivia que ya no confía ciegamente en nadie, pero que todavía espera milagros administrativos. Su triunfo encarna ese extraño consenso nacional de “probemos con estos, total, ya hemos probado con todos los demás”. La ciudadanía no les ha entregado un cheque en blanco, sino una libreta de ahorro con saldo mínimo y muchas condiciones.
Retos inmediatos:
Gobernar en un país fracturado. El nuevo gobierno hereda la difícil tarea de reconstruir la gobernabilidad, ese delicado equilibrio que en Bolivia a veces parece más un acto de fe que un principio sólido. El país se divide en tres grupos: los leales al MAS, el voto urbano opositor y los cautelosos que eligen “lo menos conflictivo”, como quien busca la fila más corta. Paz y Lara deberán fabricar legitimidad más allá de las urnas, practicando ese diálogo tan citado y tan poco usado para convencer a una ciudadanía experta en escepticismo.
Estabilizar la economía, que muestra síntomas de resaca después de la larga fiesta del modelo rentista. El nuevo gobierno hereda un cóctel poco alentador: déficit fiscal en crecimiento, reservas en dieta estricta y una confianza externa que cotiza a la baja. Toca ahora intentar lo imposible: mantener el equilibrio sin que se note que el trapecio está sin red.
Recomponer la institucionalidad estatal, esa maquinaria que aún funciona, aunque nadie recuerde bien cómo. Tras años de polarización, designaciones clientelares y judicialización política, el Estado necesita algo más que pintura fresca: requiere aprender a parecer confiable mientras redescubre qué significa serlo.
Restablecer la confianza ciudadana, esa especie en peligro de extinción que no se recupera con discursos de buena voluntad ni con cadenas nacionales en tono paternal. Harán falta gestos reales –transparencia sin maquillaje, meritocracia sin parientes y respeto a la prensa sin asteriscos– para que la gente vuelva a creer que el gobierno escucha algo más que su propio eco.
El estilo político de Paz –más dialogante, de corte tecnocrático– deberá complementarse con la habilidad populista y mediática de Lara, quien encarna la conexión con un electorado joven, urbano y desencantado. El equilibrio entre ambos estilos será vital para evitar que el gobierno naufrague entre la retórica del consenso y las presiones del pragmatismo.
Retos mediatos:
Refundar el horizonte del Estado Plurinacional. Más allá de las urgencias inmediatas, el nuevo gobierno enfrenta el histórico desafío de dar nuevo sentido al Estado Plurinacional en un país fatigado.
La Constitución de 2009 sigue siendo un antiguo códice sagrado, reverenciado en discursos, pero aplicado con la flexibilidad de los juicios de la Inquisición. Paz y Lara deberán decidir si solo administran el Estado como un tribunal rutinario o si se atreven a reformarlo profundamente, actualizando el pacto social sin perder los avances en inclusión y participación. En suma, tendrán que navegar entre la autoridad del símbolo y la vida de la ley.
Entre los desafíos de mediano y largo plazo se destacan:
Modernizar la administración. El reto consiste en pulir los engranajes del Estado para que funcionen con eficiencia y coherencia, sin que la burocracia se convierta en un monstruo centralizador con tentáculos interminables que ahogue la iniciativa local. La modernización debe ser como un río que fluye: guía y da forma al territorio, pero nunca se detiene para inundarlo todo.
Reinventar la política social. Se trata de transformar la asistencia en semillas de autonomía, cultivando habilidades, empleo y emprendimientos, en lugar de limitarse a repartir migajas. La política social debe funcionar como un huerto urbano en plena plaza, donde cada ciudadano pueda sembrar, crecer y cosechar, y no solo recibir pan de forma automática.
Consolidar una política exterior pragmática y soberana. Bolivia necesita proyectarse al mundo como un barco con bandera propia en aguas internacionales agitadas: maniobrando con prudencia entre corrientes globales, aprovechando oportunidades de cooperación, pero sin dejar que las olas arrastren su identidad y soberanía. La diplomacia debe ser un arte de equilibrio, navegando entre aliados y rivales sin perder el timón.
Todo ello requerirá una reforma moral del Estado: una nueva ética pública que devuelva sentido a la gestión, credibilidad al discurso y ejemplo al poder. El reto de fondo no será solo económico ni institucional, sino cultural: recuperar el valor de la política como servicio, no como botín.
Entre la esperanza contenida y la mirada escéptica. El triunfo del binomio Paz–Lara no asegura un romance prolongado con la opinión pública; más bien, abre un período de cohabitación vigilada. Las redes sociales, los movimientos sociales y una oposición fragmentada actuarán como observadores perennes, listos para comentar, corregir y, si es necesario, sancionar cada paso del nuevo gobierno. La ciudadanía boliviana ha dejado atrás la ingenuidad; ya no entrega su voto como un cheque en blanco, sino como una lupa en miniatura que analiza cada gesto y cada palabra.
En este escenario, la comunicación política será tan crucial como la gestión misma. Gobernar en tiempos de vigilancia digital exige que el mensaje y la acción marchen al mismo compás, y que los símbolos no se conviertan en efímeros espejismos mientras la realidad hace de las suyas.
El nuevo ciclo arranca con una paradoja evidente: los votantes han apostado por un cambio que promete estabilidad. El reto del binomio será convencer que ambas cosas no son incompatibles. Si lo consiguen, Bolivia podría reencontrar un delicado equilibrio entre institucionalidad y participación, entre gestión y esperanza. Si no, el país regresará al eterno péndulo de los extremos, esa democracia fatigada que oscila entre el desencanto y la rabia.
El gobierno de Paz y Lara hereda un país cansado, pero no rendido. La historia les ofrece la oportunidad de recomponer el tejido político sin recurrir a la confrontación, de renovar la gestión pública sin vaciarla de sentido, y de gobernar sin olvidar que –en Bolivia– la estabilidad es apenas una pausa entre dos movilizaciones.
Eduardo Leaño es sociólogo.