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27/06/2021
Tinku Verbal

La reelección indefinida viola los DDHH

Andrés Gómez V.
Andrés Gómez V.

El politólogo estadounidense Robert Dahl comienza el capítulo IV de su libro “La Democracia” con una pregunta: ¿qué es la democracia? Responde con una ilustración que grafica la necesidad social y política de los seres humanos de organizarnos para complementarnos.  

“Todos tenemos fines que no podemos conseguir por nosotros mismos. Pero algunos de ellos los podemos alcanzar cooperando con otros. Supongamos, entonces, que para alcanzar determinados objetivos comunes, algunos cientos de personas acuerdan constituir una asociación”, dice el profesor.

Una asociación (sociedad) requiere una Constitución. Ésta debe ser redactada por representantes elegidos por voto popular. Esta vez, más que concentrarnos en los redactores, miraremos la parte referida a las personas que gobernarán la asociación.

“¿Queremos una constitución que confíe a algunos de los más capaces y mejor informados de entre nosotros la autoridad de adoptar todas nuestras decisiones más importantes? Este arreglo no sólo puede asegurar decisiones más sabias, sino también ahorrarnos al resto una gran cantidad de tiempo y esfuerzo”, grafica Dahl a través de la voz de uno, digamos, constituyentes.

Un momento. Nadie entre nosotros es más sabio ni superior que el resto en el sentido de que sus decisiones deban prevalecer automáticamente, responde otro.  

Por supuesto. Si admitimos esta falacia, significaría aceptar el mito del rey que es rey porque es EL ELEGIDO. En consecuencia, éste no admite cuestionamiento alguno. Y si somete su elegibilidad a votación, armará un fraude o violará la ley fundamental para ganar sí o sí. Los que creen que hay un superior para dirigir a los inferiores creen que si un día el monarca es reemplazado, “el sol se va a esconder y la luna se va a escapar”.

A diferencia del totalitarismo, la democracia no acepta seres imprescindibles en el gobierno porque “incluso algunos miembros pueden tener más conocimientos sobre alguna cuestión en un determinado momento, todos somos capaces de aprender lo que necesitamos saber”, dirá Dahl.

Entonces, en democracia, todos estamos cualificados para competir por acceder al gobierno, siempre y cuando comencemos la carrera desde el mismo punto de partida y siempre y cuando haya acondiciones para deliberar, decidir, elegir y ser elegidos.

Por consiguiente, la constitución debería garantizar el derecho a participar en las decisiones comunes. Entonces, ¿qué es la democracia? El gobierno de todos en condiciones de igualdad eligiendo y siendo elegidos. ¿Y qué es el totalitarismo? El gobierno de uno y su grupo en condiciones de desigualdad. Desigualdad que se traduce en la divinización del gobernante y la superioridad de su grupo. Superioridad que se materializa en licencia para violar leyes y quedar impunes. 

Así, Stalin gobernó impunemente 30 años la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS); Stroessner fue reelegido en cinco elecciones consecutivas en Paraguay; Rafael Trujillo conservó el poder de 1930 a 1961 de forma directa como mandatario e indirecta a través de presidentes títeres en República Dominicana; Evo Morales violó la Constitución, se burló de un referendo e hizo fraude en Bolivia hasta que fue echado por una rebelión popular. Hoy, Daniel Ortega encarcela a sus adversarios y mata para participar solo y ganar su tercera reelección consecutiva en Nicaragua.

Ante estos riesgos para la democracia, en su informe de 1983 sobre Cuba, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos estableció que el ejercicio del derecho a la participación política implica “el derecho a organizar partidos y asociaciones políticas, que a través del debate libre y de la lucha ideológica pueden elevar el nivel social y las condiciones económicas de la colectividad, y excluye el monopolio del poder por un solo grupo o persona”.

Esta es la piedra angular para comprender que la reelección indefinida no es un derecho humano. Si fuese un derecho humano, significaría la violación de los derechos humanos de los otros ciudadanos que por principio, sin evidencia en contra, saben que son y deben ser iguales.

Además, ¿acaso sería justo que el bien e intereses de una persona (tirano) sean considerados como superiores a los de la mayoría? La democracia es igualdad; por ello, es el antídoto para evitar que un gobernante salido de las urnas se convierta en tirano, ya sea por megalomanía, paranoia, interés propio, ideología, nacionalismo, creencia religiosa o convicciones de superioridad innata.

En resumen, la democracia es el límite al poder, escribirá Alain Touraine. La Constitución es el instrumento que limita ese poder en tiempo y ejercicio.
Andrés Gómez es periodista 

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