Con frecuencia hablaba con Marco Antonio Aramayo Caballero.
Me llamaba desde la cárcel de San Pedro, cuando podía. Tenía un celular. Había leído lo que yo había escrito sobre él y sobre la corrupción en el Fondo Indígena en mi columna Tinku Verbal.
Algunos días, su voz era un trueno.
Otros, apenas un murmullo cansado.
A veces, una mezcla insoportable de indignación y resignación.
Yo me sentía impotente. No sabía cómo ayudarlo más en su lucha por demostrar su inocencia. Sólo tenía mi pluma. Y él, la verdad. Una verdad pesada, peligrosa, letal en un país donde decirla suele pagarse con cárcel.
Creí —ingenuamente— que cuando Evo Morales fue echado del poder en 2019, Marco sería liberado. No ocurrió. El gobierno de Jeanine Añez lo ignoró. Luego llegó Luis Arce a Palacio y la situación de Marco no mejoró: se agravó.
Desesperado, acudí al entonces ministro de Justicia, Iván Lima. Le pedí que revisara el caso. Le sugerí que bastaba leer el expediente para convencerse de que no había una sola prueba en contra de Marco. Le conté que su salud física y mental se deterioraban día tras día. Lima me pidió el teléfono de la pareja de Marco. Moraima recobró la esperanza. El ministro habló con ella.
Pero nunca pasó nada.
Porque la orden de aniquilar a Aramayo venía desde muy arriba.
Respeto profundamente a las voces que desafían a quienes dictan injusticias desde la cima del poder. Esas voces importan porque dicen lo que deben decir cuando hacerlo cuesta caro, no cuando ya es cómodo, tardío o inútil.
Un día, Marco dejó de llamarme.
Dejó de escribir al WhatsApp.
Murió el 19 de abril de 2022.
La daga de la injusticia atravesó el cuerpo de Bolivia. Supongo que sus verdugos respiraron aliviados. Durante siete años, con 256 procesos judiciales y una sistemática tortura sin contacto físico, habían intentado apagar su voz. Creyeron haberlo logrado.
Fallaron.
Marco escribió un libro en la cárcel. Se titula “Yo denuncié el fraude del Fondo Indígena y la impunidad”. Su denuncia, convertida en letras, ya no depende de jueces serviles ni de gobiernos cómplices. Viajará en el tiempo. Seguirá hablando a los lectores de hoy y de mañana. Esa es la victoria de la escritura.Peter Strack y Marco, hijo de Marco Antonio Aramayo, me pidieron escribir el prólogo.
En el libro, Aramayo cuenta en primera persona cómo descubrió la corrupción en el Fondo Indígena, institución que dirigió durante diecinueve meses. Explica las causas estructurales que facilitaron el robo. Y, con una valentía poco frecuente, identifica con nombres y apellidos a los involucrados.
A medida que el lector avanza, va deduciendo una verdad incómoda: fueron los dirigentes sindicales indígenas del llamado Pacto de Unidad quienes sentenciaron a Marco los días 28 y 29 de septiembre de 2014, cuando él denunció el desfalco en Cobija, Pando. No le perdonaron haberles dicho en la cara —a ellos, la autoproclamada “reserva moral de la humanidad”— que habían dejado robar y que habían robado dinero destinado a sus propios hermanos indígenas mediante proyectos fantasmas.
Marco revela que, al llegar al Fondioc, lo primero que hizo fue comprobar si los proyectos existían y si funcionaban. Para ello compró seis vehículos Hilux 0 Km, modelo 2014. Eran imprescindibles para que los técnicos realizaran monitoreo y seguimiento en todo el país.Pero ocurrió lo impensable.
“Nemesia Achacollo Tola, entonces ministra de Desarrollo Rural y Tierras, me quitó los vehículos mediante la Resolución Ministerial 001/2014 para entregarlos al Pacto de Unidad, debilitando la capacidad técnica y operativa del Fondo Indígena”, escribió.Increíble, pero cierto.
La ministra de confianza de Evo Morales quitó los vehículos a quienes debían vigilar para entregárselos a quienes debían ser vigilados. Sin ojos, sin ruedas, sin capacidad operativa, resultó imposible controlar más de 4.000 proyectos con apenas siete técnicos. El saqueo fue descomunal.¿En qué usaron esos vehículos 0 Km los dirigentes del Pacto de Unidad?
En la campaña electoral de Evo Morales de 2014.
Los mismos dirigentes retiraron dinero del Fondioc con el pretexto de talleres y actividades en beneficio de los pueblos indígenas. Nunca rindieron cuentas. ¿Por qué? Porque ese dinero público también fue destinado a actividades proselitistas del entonces Presidente.
Vale la pena leer “Yo denuncié” porque está escrito por un boliviano chaqueño valiente que, como Sócrates, prefirió morir por la verdad antes que vivir de rodillas ante la mentira. Vale la pena leerlo hoy, cuando el desfalco al Fondo Indígena ha vuelto a la agenda pública con el encarcelamiento de Lidia Pati y del expresidente Luis Arce Catacora. De este último, Marco escribió que algún día tendría que rendir cuentas por haber autorizado el desvío de dinero público a cuentas particulares de dirigentes afines al MAS.
Creo que ese día ha llegado.
La voz de Marco Antonio Aramayo sigue sonando. Desde la memoria. Desde la conciencia. Desde el pasado como el eco de un Big Bang moral que Bolivia todavía no termina de escuchar.
Andrés Gómez Vela es abogado y periodista.