Un lunes de agosto, hace 32 años, René Blattmann volvía a casa después de un día interminable. Había logrado liberar a un hombre encarcelado injustamente en San Pedro. Se dirigía a su dormitorio cuando Marianne, su esposa, le dijo:
—Palacio acaba de llamar.René pensó en su colega, el abogado Palacios, y decidió devolver la llamada al día siguiente. Estaba molido.
—No, René —insistió Marianne—. Es el Palacio.
Ese detalle lo despertó. Marcó inmediatamente.
—Buenas noches, René. Necesito pedirte un favor. ¿Por qué no vienes al Palacio?—le dijo una voz firme al otro lado de la línea fija.
—¿A qué hora, señor Presidente?
—A las 12.
—Perfecto, mañana al mediodía.
—¡No, René! A medianoche. Te espero.
Así, aquel lunes interminable aún no había concluido para Blattmann. Y así, también, nació el Ministerio de Justicia: a la medianoche, con un Presidente despierto y un jurista dispuesto. A las siete de la mañana del día siguiente, un martes de agosto de 1993, René Blattmann juraba como el primer Ministro de Justicia de Bolivia.
El libro René Blattmann, su nombre es ley escrito por el periodista suizo Maurus Held y traducido por el periodista boliviano Robert Brockmann, lo deja claro: el Ministerio de Justicia no surgió para perseguir, sino para proteger; no para acusar, sino para equilibrar; no para fabricar culpables, sino para hacer justicia en un país donde la injusticia se tragaba vidas enteras.
Coherente con ese espíritu, Blattmann comenzó abriendo una oficina de Derechos Humanos en el Chapare, una suerte de Defensoría del Pueblo adelantada a su tiempo. Hoy cuesta imaginarlo, pero en ese entonces los campesinos productores de coca eran víctimas habituales de abusos estatales. Es necesario recordar esto para no caer en el error de juzgar el ayer con los ojos del hoy.
Luego, su equipo detectó que cientos de personas —todas pobres— estaban presas por no poder pagar honorarios de abogados, costas judiciales o multas. La pobreza convertida en condena. Para cortar ese absurdo, promovió la Ley de abolición de la prisión por obligaciones patrimoniales, aprobada en diciembre de 1994. El Colegio de Abogados se opuso. El Ministerio de Justicia los enfrentó. Ganó. Y 553 mujeres recuperaron de inmediato su libertad.
Otra injusticia estructural: enfrentar un juicio sin defensa. Ser pobre y, por tanto, vulnerable. Para eso, creó la Defensa Pública, integrada por jóvenes abogados bautizados como los “Robins” de Batman: defensores de quienes no tenían a nadie más.
Luego llegó un hallazgo brutal: nueve de cada diez personas en el Chapare estaban en prisión preventiva, encarceladas por pura sospecha. El equipo impulsó la Ley de fianza juratoria, que obligaba a un juez a definir en 24 horas si había pruebas. Si no, libertad inmediata y compromiso de asistir a futuras audiencias. Fue aprobada en febrero de 1996. Unas 2.500 personas salieron libres de inmediato.
Ese era el Ministerio de Justicia. Ese era su propósito. Ese era su estándar.
¿Quiénes lo destruyeron? Varios gobiernos posteriores, sí, pero especialmente los ministros del masismo. Todo indica que leyeron “1984” de George Orwell al revés. Fueron discípulos aplicados del doble lenguaje: le llamaron “ministerio de Justicia” a lo que operaba como ministerio de Injusticia.
Desde ahí se incubaron violaciones constitucionales, se diseñó la teoría fantástica del “derecho humano a ser dictador”, se manipularon nombramientos judiciales, se redactaron sentencias a pedido y se fabricaron autoprorrogados en la penumbra. Un laboratorio de poder oscuro, ajeno al mandato que lo vio nacer.
Cuando el presidente Rodrigo Paz cerró ese ministerio, no lo hizo por cumplir su promesa electoral, sino porque los dos últimos ministros de justicia designados tenían serios cuestionamientos éticos. Esta situación reafirma algo elemental: no cualquiera puede ocupar ese cargo. Ese despacho exige alguien con la estatura moral y técnica de Blattmann, alguien capaz de enfrentarse al establishment de su propio partido, de sus aliados y de los poderes fácticos.
Un ministro de Justicia no puede ser un funcionario dócil, un operador partidario ni un compadre acomodado.
Al final, la pregunta es simple y devastadora: ¿qué habrían hecho los exministros del masismo si hubieran tenido frente a ellos el espejo de Blattmann? Quizás descubrirían que lo que destruyeron no fue solo un ministerio, sino la oportunidad de estar —por una vez— del lado correcto de la historia.
Andrés Gómez Vela es periodista y abogado.