La palabra ethos proviene del griego y significa "carácter", "costumbre" o "modo de ser". En filosofía y ética se refiere al conjunto de valores, creencias, actitudes y normas que caracterizan a una persona, grupo o sociedad. Es como el “espíritu” o “personalidad moral” que guía el comportamiento colectivo”
En este breve artículo se sostiene que el MAS secuestro el ethos ciudadano. De esto nos percatamos cuando, al intentar analizar la hegemonía del MAS, el debate suele gravitar en torno a los indicadores macroeconómicos, la reducción de la pobreza o la evidente crisis institucional. Empero, el daño más profundo y, quizás irreparable, no se percibe en los balances contables, sino en la fibra misma del ethos ciudadano.
La corrupción sistémica, instalada como un mecanismo de administración y dominación, ha operado menos como un simple acto de latrocinio y más como una pedagogía del cinismo. A lo largo de 20 años asistimos –me parece– a la devaluación deliberada de la res publica y a la consolidación de una lógica devastadora que, por momentos, logró reconfigurar la subjetividad colectiva.
Lo que a claras vistas era un acto de corrupción, una afrenta a los derechos o un desliz del cinismo masista, pasó a formar parte de la normalidad. Bajo esta lógica del poder, el aparato estatal dejó de ser la garantía del bien común para convertirse en un botín administrado como propiedad personal del caudillo y sus acólitos.
De esta manera, la corrupción dejó de ser una falla del sistema para transformarse en el sistema mismo. Bajo estas condiciones, durante el gobierno del MAS la corrupción se transformó en el lubricante imprescindible de las lealtades.
El acceso a los recursos, los cargos y los contratos no se regían por la competencia o el mérito, sino por la proximidad al núcleo de poder, generando una vasta red de clientelismo y prebendas. La corrupción funcionaba así, como un instrumento de dominación política.
El impacto sobre el ethos ciudadano fue devastador. El ciudadano de a pie, al observar esta dinámica, aprendió a interiorizar las nuevas reglas del juego. Percibía con claridad que la legalidad en el reino de los caudillos populistas es un obstáculo ingenuo; que la meritocracia es una farsa y que la única vía de movilidad o de resolución de problemas es la conexión, el contacto, el soborno o la sumisión.
Este es el verdadero daño ético: la normalización de lo corrupto, que no es sino la renuncia explícita a la ética pública a cambio de una prebenda material.
Pasaron por nuestros ojos 20 años que erosionaron nuestra confianza. No solo la confianza en las instituciones (cooptadas y degradadas), sino la confianza interpersonal básica, sobre la que se construye cualquier proyecto de sociedad. Si la justicia es venal, si la policía es extorsiva y si el funcionario es un depredador, el tejido social se desgarra.
La supuesta pureza ideológica del "proceso de cambio" solo sirvió como justificación moral para cualquier medio utilizado, incluyendo la corrupción y la destrucción institucional. En su nombre se evadió sistemáticamente la ética de la responsabilidad, aquella que obliga al gobernante a sopesar las consecuencias reales de sus actos; en su sustitución se instaló un cinismo paradigmático. Casi alucinante.
El principal legado del masismo es el daño estructural de la esfera moral de nuestra sociedad. Ese daño que pretendió hacerles creer a las nuevas generaciones que el Estado es un botín, que la ley es relativa y que la ética es, en el mejor de los casos, una estupidez.
Toca a los próximos gobiernos reconstruir la infraestructura moral de nuestra sociedad, el ethos ciudadano y la creencia en la decencia de lo público, más allá de las enormes dificultades que nos deja el quiebre económico que heredamos.
Renzo Abruzzese es sociólogo.
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