La experiencia de Luis Arce Catacora nos ha mostrado, de una manera desgarradora, la precariedad de los afectos políticos y la radical soledad de los vencidos. La imagen de las grandes concentraciones que coreaban al unísono un alentador “no estás solo” ha desaparecido como por arte de magia; hoy constatamos que constituye un ritual que nada tiene que ver con el afecto genuino y, mas bien, mucho con las expectativas de reciprocidad material.
Esas “multitudinarias” demostraciones de apoyo son la encarnación de lo que el sociólogo Georg Simmel denominó el “intercambio social”, actos masivos que se sostiene no por lazos orgánicos o comunitarios profundos, sino por una fría y utilitaria transacción de intereses. En este esquema, el apoyo no es un fin en sí mismo, sino un medio para acceder a recursos controlados por la figura central.
Este repentino silencio, esta súbita soledad, en realidad, es solo el eco del desamparo que ha marcado el colapso del MAS. Cualquiera diría que la celda de Arce es todo lo que queda de ese partido que, en algún momento, se mostró multitudinario, pero que la ambición de Evo y la inconmensurable corrupción condenaron al fracaso.
En el caso de Arce Catacora, el recorrido de la promesa multitudinaria a la frialdad de los barrotes es una fría muestra del quiebre de toda forma de intercambio entre el caudillo y las masas. La multitud que ayer gritaba su nombre y lo erigía como baluarte de la nación; hoy se abstiene de cualquier manifestación de solidaridad, en la medida en que la inversión emocional y política que los mantenía unidos ya no reporta dividendos.
La soledad que experimenta el político caído, por lo tanto, no es simplemente la caída del caudillo, es el silencio que se experimenta cuando la sala queda vacía, cuando ya no hay nadie en el escenario de los acontecimientos; es el ritual de un final inesperado.
Los masistas nunca entendieron que la compra de lealtades, ya sea a través de la cooptación de dirigentes, la asignación de cargos o la distribución de bonos, despoja a la relación política de sus valores éticos y morales. Es la ecuación perfecta mediante la cual se pulverizan los ideales de una organización, sus sueños e ideología y reduce toda las acciones políticas a un mero intercambio de intereses materiales. En consecuencia, los convenios basados en el intercambio instrumental son inherentemente vulnerables a cualquier cambio en la balanza del poder. Se trata siempre de una relación costo–beneficio.
El silencio en torno a Arce Catacora se hace mas evidente cuando recordamos los aspavientos de poder de “las bases” masistas. El Pacto de Unidad, los Interculturales, las Bartolinas, ese gusano que lucró de la COB hasta el cansancio y otros “dirigentes” han emprendido una silenciosa retirada y las valerosas consignas que prometían, como la célebre “patria o muerte” enmudecieron de golpe.
¿Había en ellos la fuerza de la historia que proclamaban o solo el peso de una chequera? ¿Dónde y en qué momento el poder de “las bases” se esfumó? Tal vez el único que sepa la respuesta correcta sea hoy su propia victima visible: Luis Arce Catacora.
En última instancia, la soledad de los vencidos en política se revela como una fatalidad estructural de los sistemas en los que la democracia se ha transformado en dictadura. Arce Catacora, más allá de cualquier juicio ético o legal, es hoy el actor que nos obliga a confrontar esta dura realidad: la lealtad política, cuando es comprada, tiene fecha de caducidad.
Su aislamiento final no es el resultado de su propia soberbia, sino la inevitable consecuencia del desplome del andamiaje que le daba vida; en este caso, del andamiaje masista. El “Lucho no estás solo” seguramente retumbará en la soledad de su celda como el grito más ensordecedoramente vacío de toda su existencia. Ese es también el precio de avasallarlo todo, incluso la solidaridad humana.
Renzo Abruzzese es sociólogo.