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Diario vagabundo | 04/12/2025

Abuelas fotógrafas

Hugo José Suárez
Hugo José Suárez
Tuve la fortuna de conocer y convivir con mis dos abuelas. Ellas compartían muchas cosas por ser de la misma generación, pero uno de los temas que las unían, aunque hasta donde sé nunca lo conversaron, era su interés por la fotografía. 

Las primeras cámaras llegaron a Bolivia a manos de profesionales de la imagen, que hicieron del retrato familiar un acto ritual. Las fotos de las primeras décadas del siglo XX eran de estudio, todos posando y arreglados, con adornos cuidadosamente escogidos. Claro, cada toma tenía la misión de perdurar en el tiempo en algún lugar de la sala del hogar. Quienes iban a salir en la foto, sabían que aquella era una cita con el futuro, por lo que se preparaban con empeño para dejar una buena imagen a la posteridad.

Luego se democratizó el aparato fotográfico. Llegaron cámaras más baratas, accesibles y sencillas, lo que permitió que otros sectores empezaran a usarlas. Mis abuelas eran las responsables de la memoria familiar, del relato de los momentos importantes, escoltas de ritos fundantes. 

Por un proceso de eficaz y natural afinidad, las abuelas, que tenían el control de la historia íntima, convirtieron a la cámara en su mejor aliada. Josefina, que me dejó su nombre y su ternura, guardaba en un estante de su living los álbumes de varias generaciones. Era una delicia sentarse con ella a que nos cuente quién era quién, paseando páginas, rostros y situaciones de nuestra familia, como si estuviéramos asistiendo a una película donde éramos los protagonistas.

Pero además, Josefina tomaba las fotos más valiosas, las hacía enmarcar y las colgaba en el pasillo de su departamento que devenía un túnel del tiempo capaz de transportarnos a cualquier momento de nuestras generaciones precedentes. Claro, el problema era cuando colgaba la foto de algún matrimonio que, años más tarde había fracasado. Si la nueva pareja cruzaba tal corredor, debía ser distraía para no detenerse en el antiguo recuerdo, al menos que la abuela hubiera actualizado sustituyendo por una foto de la nueva boda. 

Elena, mi abuela materna, que era una fuente de cariño, cuidados y tejidos, tuvo una cámara de joven, y fue registrando la evolución familiar. Ella me pidió una foto de mi primera hija cuando era bebé, la puso en su mesa de noche; la acompañó hasta su muerte. Unos años atrás, descubrí un álbum que es una joya. 

Es pequeño, de unas cuarenta páginas retenidas con un hilo que atraviesa los costados y los une a una la tapa dura de cuero. Entre sus páginas, con fotos pequeñas, una por hoja, en blanco y negro, aparece ella de joven, mi madre de niña, las fiestas, los disfraces, los campos, los animales, las reuniones, la cotidianidad de su finca cerca de Tupiza. Además de memoria, en esas fotos hay sentido de composición, narrativa, un lenguaje visual que transporta a un tiempo que ya no existe. 

Decía Barthes que la fotografía refuerza la idea de que “esto ha sido así”, es un testimonio de lo que fue, innegable, casi violento, y que ya no está. Lo que aparece en ella “no puede ser rechazado ni transformado”. Las abuelas lo sabían, y conscientes de su responsabilidad en la identidad familiar, custodiaban el tesoro, lo alimentaban y lo reproducían. 

Esa forma de relacionarse con la imagen se ha ido transformando en los últimos años. La Inteligencia Artificial le ha quitado a la foto lo que era su principal atributo: reflejar lo real, el pasado “tal cual”. Ahora se pueden crear imágenes que no corresponden a ningún tiempo, a ninguna realidad, y que por tanto no están ancladas en nuestra historia. 

Por eso me perturban algunas innovaciones contemporáneas. Tengo a mis cuatro abuelos, todos fallecidos, en retratos en blanco y negro de estudio, en marcos de plata, acompañándome en mi departamento en México. Me gusta verlos en su tiempo, solemnes, inmóviles, en discreta compañía. Cuando descubro en internet que esas mismas fotos pueden cobrar vida, adquirir color, soltura, sonrisas, revivir, siento que estoy en un inquietante episodio de Black Mirror. No, prefiero tenerlos como parte de mi pasado, ahí están tranquilos, y yo también.

En fin, las abuelas nos enseñan muchas cosas, no de manera explícita y verbal como los abuelos, sino con sus actos, sus gestos, su vida. Ellas educaron mi mirada, moldearon mi manera de ver. Quizás a ellas les deba mi pasión por la imagen. 

Hugo José Suárez es sociólogo, investigador de la UNAM. 


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