Cada final de año es una ocasión para rememorar aquello que el despótico transcurrir de los días deja tras de sí. La Navidad es la velada nocturna que reúne a los forasteros que pregonan aventuras lejanas sin nombre y retornan en silencio al lugar de donde un día partieron para constatar, un año más, el inevitable paso del tiempo. Quizás se trate de una necesidad imperiosa por la hoguera común, el recuerdo de los que ya no están o la búsqueda de la oportunidad de volver a empezar.
Es también una fiesta imponente porque cuando llega, y llega puntualmente cada año, no hay forma posible de sustraerse de su omnipresencia. Desde el cristiano acérrimo, hasta el ateo combativo no tienen manera de disuadir las luces parpadeantes, los villancicos que resuenan hasta en los centros comerciales más recónditos, o la astucia publicitaria del mercado que lo acapara todo.
Que nuestro tránsito por este valle o que el nacimiento del que alguna vez siguieron y después condenaron, lo llevemos con una mueca incontenible o con la alegría suficiente de sabernos amados, es el resultado de lo que se siente respecto de esta fiesta inevitable.
La Navidad siempre ha sido, así como imponente y despótica, una oportunidad. Se puede renegar indefinidamente de la celebración (del latín celeber, que significa concurrido), esperando que llegue enero apresurado con los buenos presagios, o se puede reformular el sentimiento y la percepción de lo que atañe a la concurrencia que se funde en el primer abrazo al llegar al mundo, más allá de la ofuscación de las luces por doquier y el olor a pino y posada.
El año de la Esperanza que ha definido este 2025 no es otra cosa que el reconocimiento de la naturaleza del hombre que busca, como el camino de encuentro y regreso, algo en lo que confiar, esperar, más allá de su propia y limitada capacidad para aceptar que la verdadera felicidad no proviene de un único esfuerzo, sino de la virtud de amar y sentirse amado, más allá del dolor y la muerte.
Esa esperanza que se lleva es como un ancla del alma, sólida y firme, que traspasa más allá del velo, allí mismo donde el hombre hecho Dios pasó por la humanidad como precursor.
El nacimiento y la muerte pueden llegar a ser tanto escándalo como la sangre y la espada, o como los villancicos que, impregnados de frases nobles, cantan sobre el Gólgota, haciendo referencia a la recta final, al último estadio de la existencia, que redime y ensalza, en medio de la desolación y la fatiga constante. La comunión entre dolor de muerte y alegría de cuna es lo característico de lo cristiano.
Existe otras religiones que rehúyen esta síntesis y optan por la paz a través de la sumisión como el islam o por la ataraxia a través de la negación de las pasiones como el budismo. El cristianismo acepta lo fieramente humano y otorga a la humillación que atraviesa o atravesará nuestra vida una cualidad salvífica. Lo cual, claro, repugna a la razón y presupone la fe.
Porque el nacimiento implica el punto de partida que concluye inmediatamente después del paso por el Gólgota; así como el adviento, que significa ‘venida’, es el inicio hacia la Pascual final donde todo se recompone.
En ese punto, donde el escándalo de la muerte y el sacrificio exonera, donde la vida cobra sentido, porque antes que todos pasó uno gratuitamente, recorriendo el camino de aquella sintaxis entre la vida y la muerte, entre el belén y el Gólgota. Porque la Navidad no significa una lección ni un aprendizaje, tampoco una ideología o un dogma: nada más injusto que esa escena; nada más liberador que su aceptación. Feliz Navidad.
Mateo Rosales Leygue es consultor político y fundador de Libres en Movimiento.