Fueron 20 años inoculación de odio, de la práctica de la política desde la órbita que polariza y lacera, un proceso de embargo de la democracia desde la lógica rupturista y antisistema, promovida por los esbirros de la propaganda, el cuoteo y la corrupción, como forma de vida y de marcha hacia adelante.
Y en esa dinámica irremediable se encuentra hoy Bolivia. El proceso masista ha significado la materialización en la esfera pública de las definiciones más primarias de los bolivianos. El culto a la personalidad como reflejo de una sociedad endurecida; el sometimiento de todos los poderes del Estado y sus instituciones, como práctica asimilada desde el poder en ejercicio; la corrupción habitual como emancipación definitiva de la clase política. Todo ello devenido en la crisis económica, política y moral que hoy se experimenta, como pocas veces en la historia de Bolivia.
En ese escenario frases como “se olvidan de los pobres”, “ha llegado la hora de los corruptos”, “nos están mintiendo, nos han engañado”, emitidas por el nuevo portavoz de los desplazados, emergen como sentencias de división, polarización y enfrentamiento. Algo que no es nuevo, que le ha funcionado al MAS –en parte– y que pretenden continuar la estela del desagravio: ellos contra nosotros.
Pero esa lógica polarizadora no solo se observa desde una posición aislada que hoy representa en mayor medida, sin duda, el vicepresidente. También hay síntomas de enfrentamiento impulsados desde el gabinete de la presidencia. No sabemos con certeza los devaneos y negociaciones en el interior del Poder Ejecutivo en su conjunto, pero asoma resquicios de pugna de diferentes bandos y perfiles que, de alguna manera, representan la vieja guardia de la política nacional. El avance de los allegados a candidaturas, como la de Samuel Doria Medina es evidente, otros ejemplos de la situación también caben.
No obstante, lo que se observa con cierto pavor es la existencia de una suerte de desplazamiento de una parte considerable de ese poder en ejercicio. Edman Lara ha demostrado ser un experto en el manejo de las redes sociales, en la transmisión de mensajes pueriles, pero tremendamente movilizadores y convincentes, sobre todo para una clase social que hoy se siente marginada, otra vez. Que Lara sienta de verdad lo que dice profesar es imposible de saber, lo que es cierto es que el odio, la revancha y el enfrentamiento le funciona, a él y a la mayoría de los que dice representar.
Se equivoca quien manifiesta que Edmand Lara está condenado al fracaso en sus pretensiones de alcanzar el poder definitivo porque carece de un partido político, de una organización social o un sindicato. Está demostrado: en Bolivia no existen las estructuras partidarias, las organizaciones sociales se han convertido en una hipoteca prebendal para el mejor postor de turno y los sindicatos hace años que perdieron cualquier legitimidad que asome la lucha por los derechos o las conquistas sociales de sus asociados.
Todo aquello ha funcionado –también, gracias al MAS– bajo una suerte de cuoteo, prebenda, impugnación e intimidación. No se ha necesitado de ninguna organización de ese tipo para alcanzar el poder en las últimas elecciones, ni siquiera para llegar a la segunda vuelta.
Hierran también quienes dicen que una hipotética circunstancia que aleje definitivamente del poder a Edmand Lara sería más conveniente para el gobierno de Rodrigo Paz. Estratégicamente, para el Presidente esto sería lapidario, cortaría de raíz cualquier posibilidad de avanzar con la clase social a la que él no pertenece –esto es negociación y pactos, en resumen, la convivencia con lo “popular”–, sino que le ofrecería en bandeja de plata medio camino recorrido a Lara de conquistar en 2030 la primera magistratura, si sus pretensiones son realmente no volver a ser candidato a la presidencia después de su primer y único mandato.
Cierto es que la Bolivia de hoy es muy distinta a la de hace 20 o 30 años atrás. Hoy es inevitable asumir la fuerza de una clase social-popular contestataria que ha gobernado –en parte– a lo largo de dos décadas. Aunque esta afirmación realmente sea una verdad a medias, lo cierto es que los usuarios de esa clase media plebeya –como la ha denominado algún analista– sí se lo creen.
Un buen (o mal) gobierno no solo ha de serlo, sino, parecerlo. Para bien o para mal, una gran mayoría de esa sociedad huérfana ha encontrado en Lara su salvavidas, su canal de acceso, y comparte con él –y su estilo– su forma de ver el mundo: otra vez el despojo del MAS, el ellos contra el nosotros.
A finales de septiembre, cuando todos ya sabíamos el escenario que se abría para la segunda vuelta, hice un viaje relativamente corto a Roma. Llegué tarde en la noche al aeropuerto y estaba exhausto, pero no tuve más remedio que embarcarme en el primer autobús que salía hacia el centro de la ciudad porque el servicio de taxi en Roma a esas horas es inexistente.
Tomé asiento en la primera fila, justo detrás del conductor y para mi sorpresa al lado mío estaba sentado un compatriota que no dejaba de ver su móvil, parecía concentrar en esa tarea todos los esfuerzos que a esa hora le quedaban, y con qué agilidad iba pasando los reels que le salían en Facebook. Con curiosidad y he de admitir que, con cierta impertinencia, observé que todos los videos hacían referencia al entonces candidato Edmand Lara. No me pude contener a preguntarle, con ánimo de entablar una conversación pasajera con él: ¿A usted le gusta? A lo que él me respondió sin mirarme, tajantemente, en tono febril y con tufo inconfundible: “¡claro, pues!”. No volvimos a hablar en la casi una hora de trayecto que quedaba hasta Termini.
El 19 de octubre me dirigí temprano por la mañana a mi recinto electoral que era un centro educativo en la zona sur de Madrid, cerca de los barrios recurrentes de la comunidad boliviana residente en la capital. Una vez allí y mientras buscaba mi mesa con cierta premura, se me acercó un viejo conocido que llevaba un distintivo del PDC. Me saludó amablemente y me ofreció su ayuda, a la vez que me recordaba alguna anécdota que yo ya había olvidado. Yo sabía que esa persona había votado por Luis Arce en 2020 como me confesó tiempo después. Cuando que me despedía de él para terminar mi oficio se me acercó de forma un tanto disimulada, pero entusiasta para decirme, casi como un murmullo: “Va a ganar Lara”.
Hace unos días atrás me llamó una compatriota boliviana que también vive en España que ha dedicado mucho tiempo al activismo por la democracia y los derechos humanos en el país y de la que tengo mucha estima y respeto. Me habló preocupada, noté cierto nerviosismo en su voz que después relacioné con su estado de ánimo que no era otro que el de una persona insatisfecha, molesta y, en cierta medida, frustrada. Después del saludo y las preguntas habituales que se exigen en este tipo de contacto me preguntó directamente: “¿Qué le están haciendo al capitán Lara?”. Cómo siguió la conversación no tiene importancia alguna.
Edmand Lara es probablemente el producto malogrado de un post-masismo venido a menos. Es policía, está acostumbrado a esas formas y estilo, extorsiona, amenaza y vitupera constantemente. Representa a la institución más degradada del país y sus grandes limitaciones y complejos lo ponen en evidencia de forma permanente.
Resulta peligroso para los estándares democráticos que queremos alcanzar, pero ahí se encuentra la síntesis del verdadero desafío de la nación más allá, incluso, del propio vicepresidente y sus pretensiones de fondo: la convivencia entre los bolivianos.
Mateo Rosales Leygue es consultor político y fundador de Libres en Movimiento.
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