En la vida somos instantes, mamá Ali. Te recuerdo lavando ropa ajena inclinada en una gaveta de calamina sobre unos ladrillos pensando en cómo alimentar a ocho hijos después de la muerte temprana de nuestro padre y te rindo mi homenaje hasta el cielo, este 27 de mayo de 2024. Porque me cuesta asimilar tu partida y que te fuiste físicamente de nuestro lado, aquel 20 de agosto del 2020 a tus 85 años, luego de pelear por tres meses contra el maligno covid, dejándonos muchos instantes de lucha y sacrificio y también muchos instantes de amor imborrables en nuestra memoria.
Instantes como cuando una noche, en el campo, en el cantón Los Fierros, a unos 15 kilómetros de Montero, me regalaste una estrella mientras mirábamos el cielo después de una larga jornada en la que nos preparaste unas riquísimas empanadas de arroz que comimos calientes al pie del horno.
Muchos instantes mamá. Imaginando cómo aprendiste a leer, escribir, sumar y restar en una escuelita a la orilla del río San Jorge, una bifurcación del Piraí, entre las comunidades El Patujú y Sidral. “Que mochila ni que ocho cuartos, nosotros llevábamos una ‘necesaria’ que era un morral con tela de bolsa de azúcar donde guardábamos el carbón o la cal para escribir y una tablita de Guayacán que después de las clases teníamos que lavarla en el río San Jorge”, nos contabas.
“Lo importante es ir limpio”, nos decías siempre mientras me zurcías un retazo de tela verde en unos shorts de color rojo para la clase de educación física, después de haberme retado porque yo los había roto en uno de nuestros “hobbies”: bajar mangas de un árbol frondoso.
Cuántos instantes mamá Ali. Cuántas enseñanzas, cuánta cultura: como cuando contabas la historia del duende de sombrero ancho que se apareció en un cañaveral y se quiso llevar a un niño que era atrevido con sus padres o cuando la misma viudita se presentó en una noche estrellada en la que un bohemio cantor volvía a su casa y prestó su chamarra a una hermosa joven vestida de negro que estaba con frio. Su chamarra la volvió a encontrar al día siguiente en el cementerio, colgada en una cruz.
O las historias de la “mula gente” que brotaba de la inspiración de alguien que narraba historias de amor entre una bella jovencita y un sacerdote de la parroquia o la moraleja de la codicia que surge de una hombre que en una noche solitaria escuchó al carretón de la otra vida y por curiosidad salió a espiar y un hombre vestido de negro le entregó unas joyas de oro que al día siguiente se convirtieron en huesos humanos.
Pero sobre todo, mamá Ali, nos enseñaste a compartir un pan, a ser solidarios, honestos y sobre todo unidos, respetuosos y humildes, desechando la envidia y el rencor de nuestros corazones en tantas charlas; luego, cuando preparabas panza rebozada en un puesto de comidas o en una venta improvisada de caramelos o madrugando clavada en el horno para que vendamos empanadas y pan de arroz desde temprano.
Porque somos viajeros en un tren en el que Dios decide en qué estación nos embarcaremos; como cuando abrazaste fuerte al hijo vendedor de periódicos que soñaba con ser periodista y salió bachiller del colegio Marceliano Montero o cuando te me apareciste, después de tu muerte, en la clínica Niño Jesús 2 y me dijiste, “!fuerza mijo!” en enero de 2021 cuando estaba internado con el 60% de los pulmones afectados con el covid. Mama Ali te extrañamos tus seis hijos, dos de ellos ya te acompañan, 32 nietos y 36 bisnietos que dejaste como legado de amor.
¿Y qué nos queda? Reconocer que somos instantes, momentos pasajeros y una sucesión de recuerdos. Somos viajeros en el tiempo en una fracción del mundo en el que instalamos nuestra vida como si fuera a durar a para siempre. Pero lo cierto es que somos historias breves, y pese a todo, imborrables.
Roberto Méndez Herrera es periodista y abogado.