Muchas veces escuché decir que la mejor política social es el empleo. Probablemente sea cierto, principalmente en los países pobres, donde la población no vive precisamente como quiere, sino como puede. Y es que conseguir un empleo (que no es lo mismo que un trabajo) supone lo que cualquier persona común y corriente desea: un ingreso seguro (aunque sea mínimo).
En Bolivia conseguir un empleo no es un privilegio, es un milagro; sin embargo, cuando, finalmente, por azares de la vida o muñeca política, se consigue una “pega” (en el sector público) no se sabe cuánto tiempo durará (estabilidad laboral), razón por la cual nunca se crea un vínculo de pertenencia a la institución empleadora. De hecho, al estar consciente del paso circunstancial y efímero, se produce un máximo aprovechamiento para acumular todo lo que se pueda en el menor tiempo posible (corrupción) porque, al fin y al cabo, los cargos pasan, pero la platita queda.
Con el pasar de los años, en las “repúblicas bananeras”, como la nuestra (triste símil), las instituciones públicas no paran de engrosar al punto de la obesidad. Penosamente, no producen mucho. De hecho, son altamente ineficientes y corruptas, y representan un gasto cada vez mayor (despilfarro), pero en momentos electorales se constituyen en el principal objeto de la disputa.
Lamentablemente, cuanto más grande es el tamaño de la masa burocrática, más grandes suelen ser las filtraciones, de tal manera que un achicamiento (Downsizing) siempre es lo más recomendable, aunque conlleve un mal entendido tufo neoliberal.
A riego de proferir un sacrilegio, me animo a pensar que no es reprochable que las personas busquen lo que puedan (buscapegas) en entornos carentes de oportunidades. Finalmente, si el diseño del mercado laboral está concebido para hacerte añicos, cualquier persona pretende, hasta por instinto de supervivencia, algo seguro, porque es mejor dormir pobre pero tranquilo, que ambicioso y con las manos vacías. Es paradójico, pero en esencia, cuando nos referimos a los empleados públicos (nótese que no digo “servidores”) pensamos que estos son unos privilegiados, cuando en realidad son mayormente prospectos carentes de ambición y, en gran medida, porque trabajar en el Estado se ha convertido, para muchos, en una opción posible porque no exige casi ningún requisito (excepto por supuesto el magisterio, salud, FFAA, Policía y otras instituciones de carrera).
Los verdaderos privilegiados en el sector público suelen ser pocos. Solo una persona puede utilizar el penthouse de su oficina como motel; o ser un hijo privilegiado que se convierte en un terrateniente sin mérito alguno; u ser otro hijito que puede participar de jugosas intermediaciones hidrocarburíferas o negociar las riquezas de todos los bolivianos.
Hay más, pero la mayoría de los empleados públicos, en realidad, son personas en estado de precariedad. No obstante, el Estado, por muy grande que sea, no puede albergar en la hamaca de la vagancia e improductividad a todos. Por eso la resiliencia ciudadana es admirable, porque nadie se queda en su casa a vaguear sin sentido. Los bolivianos son muy trabajadores. Lejos del Estado encuentran el circuito menos nocivo para prosperar. El 84,47% pertenece al sector informal, eso equivale a cerca de 3,8 millones de personas que trabajan en el sector informal (INE 2024).
Pero, ¿por qué existe tanta informalidad? Claramente tiene que ver con el diseño de un Estado extorsivo. Ser formal se castiga de tal manera que, para evitar la complejidad del sistema, la informalidad es una opción casi inevitable. Los que alguna vez decidieron hacer bien las cosas y procuraron mantener todos sus papeles en regla, al día siguiente fueron objeto de visitas (inspecciones) por parte de Impuestos Internos, Gobierno Municipal, Ministerio de Trabajo, Gobernación, Policía y hasta organizaciones barriales que también reclaman su parte.
Pero uno de los factores más perversos en todo este absurdo entramado, más que todo lo citado anteriormente, es la Ley General del Trabajo (LGT-1942), su rigidez y anacronismo constituye literalmente un calvario. Además, está llena de decretos y resoluciones contradictorias y atrabiliarias, que lo único que logran es hacer del empleo algo escaso e inaccesible; por tanto, su modernización es imperativa, si queremos mejorar los niveles de empleabilidad, formalización y productividad.
La LGT cuenta con 83 años y, aunque cueste creer, su cobertura apenas alcanza al 16% de la población trabajadora. Esta situación es la verdadera razón por la que nuestro país tiene una de las tasas de informalidad laboral más altas del mundo. Nadie se anima a contratar a nadie, todos rehúyen a las relaciones laborales formales porque terminan destruyendo las inversiones más grandes y pequeñas. La mayor parte trabaja en núcleos familiares para evitar tortuosos juicios laborales, que suelen ser generalmente altamente extorsivos.
Por eso, al escuchar a los candidatos ofrecer muchas cosas, es imprescindible enfrentar el gigantesco desafío de modernizar la ley y flexibilizarla, que no es lo mismo que desregularla. Seguro los jerarcas sindicales, que viven décadas sin trabajar y en comisión, saldrían a oponerse con uñas y dientes a cualquier reforma porque, en el fondo, no defienden al trabajador y tampoco apuestan por la productividad. Lo que quieren es mantener sus privilegios e incentivar la confrontación de los empleados con los empleadores para justificar su razón de existir, siendo ese el camino perfecto para la destrucción del empleo de calidad y el engrosamiento de la informalidad.
Franklin Pareja es cientista político.