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29/11/2019
Vuelta

El taparaku y el adiós al poder

Hernán Terrazas E.
Hernán Terrazas E.

Alrededor de las 21:30 del 11 de noviembre de 2019, la aeronave Gulfstream G 550 de la Fuerza Aérea Mexicana despegó del aeropuerto de Chimoré con tres importantes, pero polémicos pasajeros a bordo. El comandante del vuelo, Miguel Eduardo Hernández Velázquez y su tripulación no ignoraban la relevancia de la misión que les fue encomendada. De hecho, habían tenido que sobrevolar los cielos sudamericanos con espacios aéreos restringidos y utilizando franjas inciertas que hacían más compleja su navegación.

Sobre la pista, junto a la terminal aeroportuaria, el expresidente Evo Morales, acompañado por el exvicepresidente Álvaro García Linera y la exministra de Salud, Gabriela Montaño, enfrentaban una tensa  ceremonia de despedida.  Casi 14 años después, las lágrimas de emoción que Morales había vertido en la ceremonia de posesión del 22 de enero de 2006 en el Congreso Nacional se habían transformado en lágrimas de dolor y el  elegante saco con detalles de tejidos andinos que lucía cuando prestó su juramento, en una polera celeste transpirada y arrugada por el manoseo de unos cuantos seguidores que intentaban reconfortarlo para hacer menos duro un desenlace inevitable: el comienzo de un exilio sin fecha previsible de retorno. 

Lejos del bullicio de casi 20 días de intensa y pacífica presión social, agotados los argumentos para defender la insostenible transparencia de su victoria electoral, con el pronunciamiento final de la Organización de Estados Americanos (OEA) pesando como una losa sobre sus ya inútiles pretensiones, las puntadas finales los dieron el motín policial extendido hacia todas las regiones y la desobediencia de unas Fuerzas Armadas que, puestas a elegir entre la patria o la muerte, optaron por la primera. En la soledad propia de la derrota, Morales abordó el avión que lo llevaría a su refugio mexicano y extendió, desganado y exhausto, la tricolor del águila y la serpiente más para cubrir su desolación, que para mostrar agradecimiento a su país de asilo.

Un par de horas antes, el celular del expresidente Jorge Tuto Quiroga recibía varias llamadas del mismo número. Era la senadora del Movimiento al Socialismo, Adriana Salvatierra, quien, a solicitud del propio Evo Morales, le pedía interceder para que la Fuerza Aérea Boliviana permitiera la apertura del espacio aéreo boliviano a objeto de que el avión de México pudiera llegar hasta el aeropuerto de Chimoré. Las llamadas se sucedían una tras otra, hasta que se pudo llegar a un acuerdo que hiciera posible, por una lado, la contribución del MAS a la pacificación y, por otro, la operación aérea que facilitara el viaje de Morales a México.

Las gestiones de Quiroga con la FAB, en un escenario de ausencia casi absoluta de Estado y, por lo tanto, de autoridad, dieron resultado y el avión mexicano pudo aterrizar en territorio boliviano y despegar luego hacia Paraguay para su reabastecimiento de combustible, antes de  asegurar el recorrido aéreo que garantizara su acceso hacia espacio internacional marítimo para dirigirse, ya sin mayores contratiempos, a la Ciudad de México.

En un video que difundió horas más tarde, Quiroga informó sobre sus gestiones ante la FAB y pidió una disculpa por acelerar la salida de Morales, pero advirtió  que  lo hizo para que la renuncia y posterior exilio del exmandatario generarán condiciones más adecuadas para emprender el camino de la pacificación e iniciar de inmediato el, en ese momento, todavía complejo proceso para la sucesión constitucional.

Como lo hiciera hace 16 años el expresidente Gonzalo Sánchez de Lozada, quien renunció al cargo y dejó el país luego de una insurrección protagonizada por habitantes de la ciudad de El Alto, Morales se fue por la presión callejera y masiva de ciudadanos de prácticamente todos los centros urbanos del país que exigían el respeto a su voto. 

Si Sánchez de Lozada fue el símbolo del ajuste y la reforma estructural impulsada por el consenso de Washington, Morales fue el referente del denominado socialismo del siglo XXI, que tuvo su origen en el debate alentado por el Foro de Sao Paolo. La derrota de ambos podría entenderse entonces como el fin de un ciclo que, en el caso del exgobernante hoy refugiado en México, todavía no prefigura la naturaleza del cambio que se avecina, aunque posiblemente refleje el malestar de una nueva generación con agenda aun indefinida y en busca de un liderazgo.

Sánchez de Lozada no pudo entender y mucho menos descifrar la dimensión del desafío que suponía abrir las decisiones de interés público a una más activa participación de la ciudadanía. Los fantasmas de un cambio evidente, aunque no advertido por ese gobierno, finalmente  alcanzaron fisonomía clara a través de una aspiración que por largo tiempo pugnó por hacerse realidad: la inclusión.

La inclusión representó uno de los ejes de la agenda del gobierno de Morales, pero un concepto esencialmente democrático como ese devino en la mera máscara que encubría pretensiones autoritarias. “El poder soy yo… y el cambio, también”, tal la filosofía que se impuso y determinó que luego de casi 14 años de gobierno el líder del MAS quisiera burlar nuevamente el voto de la gente para continuar con un proyecto más personal que colectivo.

Uno y otro, Sánchez de Lozada y Morales, intentaron frenar con violencia una dinámica de cambio democrático y fueron rebasados por la misma, al extremo de tener que dejar el país, al anochecer de un 17 de octubre de 2003, el primero, y ya entrada la noche de un 11 de noviembre, 16 años después, el segundo.

Los que conocen a Morales coinciden en que las últimas imágenes difundidas por un militante aparentemente indiscreto de la causa masista mostraban a un personaje agobiado y perseguido por fantasmas, con más prisa por alcanzar la escalinata que interés por despedirse de unos cuantos familiares y compañeros reunidos para darle una especie de último adiós al poder.

Tal vez en el momento de acomodarse en el asiento del avión, abrumado por la inminencia de su destierro, el expresidente pensó en las señales del k’encherío que presagiaron el desenlace indeseado: la mariposa negra, ese taparaku fotografiado sobre las puertas de Palacio Quemado, la lluvia repentina sobre el cabildo de San Julián, las moscas sobre la marcha de campesinos y las miles de pititas subestimadas con las que se tejió la emboscada de la que ya no pudo escapar.

Hernán Terrazas es periodista.



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