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Armando Ortuño (AO) en su reciente columna “Desatando los demonios” (La Razón, 23/9/2023), plantea lo siguiente: “Estamos pues advertidos antes de que algún ocurrente decida terminar de abrir la caja de Pandora judicial que posiblemente libere a todos los demonios, los cuales puede que terminen incluso de comerse a los imprudentes brujos que los dejaron escapar, en una de esas vueltas del destino que tanto nos sorprenden”.  En buen castellano, que las autoridades del poder judicial, a cambio de prorrogarse en sus cargos, se atrevan a inhabilitar a Evo Morales como candidato y este desate todos los demonios como un aluvión de fuego.

Pero hagamos un flashback: en el periodo neoliberal, los políticos de los partidos tradicionales con el paso de sus gobiernos y el tiempo se fueron decantando en ese ciclo histórico como los endemoniados. El mal poblando estas tierras hechizadas. Habían cometido todos los pecados con la parsimonia de un contador y contravenido todos los mandamientos con la soltura de cuerpo de los Borgia. Enfrente se alzó el MAS con Evo Morales. En la dialéctica política, estos parecían representar la regeneración y el retorno de todo lo bueno a nuestra patria.

Error. Craso error.

Eran lobos vestidos bajo la piel de ovejas. ¿Revolución? Nada más observamos azorados el paso de unos demonios a otros, de unos lobos marrones a otros grises. Todo cambió y nada cambió: seguimos gobernados por los peores. AO teme que se desaten los demonios, por favor, no seamos ridículos, los demonios andan por el país como Pedro por su casa. A su gusto y antojo. Que se darán dentelladas hasta sangrar, nada nuevo; que se sacarán los ojos, una vez más; y que muchas ovejas militantes caerán hechas girones en el camino, historia repetida.

La caja de Pandora está en Bolivia hace mucho tiempo atrás enteramente abierta: vimos de qué son capaces en 2008 y también en este 2019. O sea, de afilar los colmillos, no para mostrarlos relucientes a la platea, sino para clavarlos en su enemigo de turno; porque todos ellos son cultores y escultores del imperativo categórico de que el fin justifica los medios. O sea, ellos por encima de cualquier otra consideración. El ego enclavado como lugar de culto y centro de peregrinación. Y cuando un Ego y un Evo se encuentran, cabe que nos retrotraigan al coliseo romano y su lucha de gladiadores, en una contienda endemoniada. Eso sí, donde la sangre salpicará a la tribuna, hasta ese momento embelesada y enfrascada en un aplauso frenético a sus ídolos de cartón piedra.



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