Karl Popper, el destacado arquitecto del pensamiento filosófico, diseñó en La lógica de la investigación científica el postulado de la falsación, una prueba de fuego para las teorías: propuso que la ciencia no debe construir castillos de certeza, sino puentes colgantes sobre el abismo de la duda, siempre dispuestos a ser zarandeados por la experiencia y la observación. Según Popper, una teoría científica no se gana su título por ser bella o coherente, sino por atreverse a pasar por el fuego de la refutación. Y si sobrevive a las llamas, no se le da un trono, apenas un lugar en la sala de espera del conocimiento, lista para ser puesta a prueba una vez más. Considerando el enfoque de la falsación, en este artículo nos proponemos refutar la popular máxima: “la unión hace la fuerza”.
El célebre pacto poselectoral entre ADN y el MIR el año 1989 fue un acto que seguramente confundió hasta a sus propios votantes, la derecha de Hugo Banzer y la izquierda de Jaime Paz decidieron que las diferencias ideológicas eran detalles menores ante la posibilidad de repartirse el poder. Así, el tercero en las urnas terminó primero en el sillón presidencial (Paz Zamora), demostrando que, en nuestro país, como en una novela de realismo mágico, la lógica política puede desafiar incluso las leyes de la aritmética.
Siguiendo la partitura de aquella alianza, ADN y MIR decidieron prolongar su concierto político en las elecciones de 1993, uniendo sus instrumentos en la gran orquesta denominada Acuerdo Patriótico. La sinfonía no encantó al público y, en este proceso electoral, terminaron abucheados y, como dice Les Luthiers, “fueron derrotados con todo éxito”.
Tras aquella desafinada experiencia, en las elecciones de 1997, aquellos partidos concurrieron a los comicios de manera separada, cada cual con su propia orquesta. Pero, una vez terminado el concierto electoral, volvieron a encontrarse tras bambalinas y firmaron una nueva partitura conjunta que permitió a Banzer subir al podio, esta vez no como autoritario solista, sino como el “dictador elegido”. Estos hechos permiten sostener la falsación de aquella verdad de Perogrullo: “la unión hace la fuerza”.
Hoy, tras el implacable paso del tiempo –y no pocos calendarios electorales–, Jorge Quiroga, acompañado de su fiel, pero envejecida legión de adenistas, y Samuel Doria Medina, escoltado por su infatigable séquito de miristas en retiro activo, han reaparecido como figuras centrales de la oposición de cara a las elecciones de 2025. Con la solemnidad de quienes se niegan a abandonar el escenario político, vuelven al escenario como si el reloj de la historia no hubiera avanzado ni un segundo desde sus años de esplendor.
El gran dilema que enfrentan en esta nueva cruzada no es menor: decidir si participan juntos en las elecciones, en un acto de unidad nostálgica, o por separado, en una demostración de esa persistente vocación por dividirse justo cuando más se necesita sumar. Así, entre reuniones, comunicados y declaraciones cargadas de lugares comunes, intentan reinventarse –otra vez– como la alternativa salvadora, como si la memoria colectiva hubiese decidido darles una segunda (¿o quinta?) oportunidad.
El 18 de diciembre de 2024, Jorge Quiroga y Samuel Doria Medina, acompañados por una constelación de caudillos menores que orbitan en los márgenes de la oposición (Carlos Mesa, Fernando Camacho, etc.), firmaron un acuerdo político destinado a consolidar una candidatura única con el objetivo de enfrentar al MAS, un partido que, aunque visiblemente fragmentado, aún conserva una estructura lo suficientemente robusta como para no considerarse vencido.
La firma de este acuerdo –celebrada con discursos de reconciliación, promesas de unidad y fotografías cuidadosamente ensayadas– pareció, al menos en la superficie, un acto de madurez estratégica. Y, sin embargo, la paradoja no pasó desapercibida: la oposición, en su intento de unificarse frente a un oficialismo resquebrajado, reveló precisamente su fragilidad histórica, esa tendencia casi crónica a la dispersión incluso cuando decide agruparse. Así, en un escenario donde un partido dividido sigue siendo el rival a vencer, la oposición intenta cohesionarse no tanto por convicción común, sino por la urgencia compartida de no desaparecer del mapa político.
A cuatro meses de aquel pomposo acuerdo de unidad –firmado con apretón de manos, sonrisas forzadas y promesas solemnes como efímeras– la tan anunciada candidatura única de la oposición parece desvanecerse con una elegancia casi predecible. A medida que se acerca el plazo para la inscripción oficial de candidaturas, la unidad opositora se muestra más como una entelequia retórica que como una realidad política concreta. Las razones, aunque no sorprendentes, son variadas: desde las inconfesables pero evidentes ambiciones personales de cada caudillo, hasta una curiosa reinterpretación del pasado, en la que, al parecer, se ha llegado a la conclusión de que la desunión no solo es inevitable, sino también estratégicamente deseable. Quizá, en un giro posmoderno de la lógica electoral, han internalizado la lección de que "divididos venceremos".
Sea como fuere, todo indica que la opción más sensata –o menos dolorosa– para la oposición será competir por separado. Esta fórmula, por lo menos, les evitará el desgaste anticipado de tener que negociar candidaturas a senadores y diputados, que suelen convertirse en verdaderos campos de batalla internos. Además, deja abierta la puerta para un eventual acuerdo post electoral, ese espejismo siempre presente en los discursos, aunque pocas veces alcanzado en la práctica. Al final, en un país donde la unidad opositora dura lo que un tuit en campaña, dividirse puede ser, irónicamente, la forma más civilizada de convivir.
En definitiva, si Karl Popper nos enseñó que la ciencia avanza negando verdades cómodas, la política boliviana aporta su propia lección: la famosa unidad, repetida como mantra en cada elección, no es un dogma, sino una hipótesis fallida. Podríamos decir que, en Bolivia, la unidad opositora es como el unicornio azul de Silvio Rodríguez: todos hablan de ella, algunos juran haberla visto, pero nadie ha logrado montarla hasta la victoria electoral.
Eduardo Leaño es sociólogo.