Me es imposible guardar silencio ante los
sucesos de la guerra entre Hamás, que gobierna en la Franja de Gaza, y el
sionismo, que gobierna en Israel. Y lo digo como creyente en la elección
singular de Israel en la historia de la salvación, en el marco de la tradición
judeo-cristiana, pero también como creyente en la igualdad innegociable de
todos los hombres, varones y mujeres, ante la vida.
Me repulsa Hamás: por no representar el sentir mayoritario del pueblo palestino; por la hipocresía de tirar la piedra a inocentes y ocultarse detrás del escudo de “sus” inocentes; por la ferocidad de sus acciones, que cruzan el límite de lo humano; por el odio visceral que se transforma en un genocidio intencional (querer borrar toda una nación de la faz de la tierra); por su mal uso de los ingentes financiamientos que recibe de otros países árabes en armas y gastos bélicos; por su alineamiento con países que alientan la violencia contra las mujeres y los enemigos con la misma saña y, no último, por poner en apuro a varios países latinoamericanos, dizque progresistas, ante el dilema de optar por la verdad o seguir las consignas ideológicas.
Tampoco soy un fanático del gobierno sionista de Benjamín Netanyahu, condicionado por sus aliados ultraortodoxos; por su política expansionista y colonizadora que sigue poniendo sal en las heridas de un conflicto sin fin; por preferir siempre la “solución” militar a la del diálogo y de la paz; por el desprecio hacia los árabes, considerados como parte de una etnia inferior y, no último, por no respetar siquiera la Ley de Moisés, sobre la cual, dizque, se ha construido el Estado de Israel.
En esa Ley leemos el mandamiento de “ojo por ojo, diente por diente” (Ex 21,24) que, a pesar de su apariencia arcaica es un gran paso adelante de la civilización porque pone un límite a la venganza violenta, muy común en la antigüedad. Es una alegoría que quiere inculcar que, por cada ofensa recibida, la respuesta debe ser proporcional, como máximo equivalente a la ofensa. Por ejemplo, si te han matado un hijo, la venganza no te autoriza a “neutralizar” a todo el clan del asesino.
Hubo que esperar más de 12 siglos desde Moisés, para que otro israelita, Jesús de Nazaret, tuviera que dar un giro a esa máxima, para cortar la espiral de violencia que provoca la venganza. Con el mandamiento de amar a todos sus semejantes, incluso a los enemigos, Jesús pone la vara muy alta en los inevitables conflictos que dejan heridas en los corazones, que solo el perdón puede convertir en cicatrices.
La dos guerras mundiales terminaron formalmente con sendos tratados de paz, firmados en París (1919 y 1947, respectivamente). El primero fue guiado por la venganza mientras el segundo buscó la reconstrucción de los vencidos en democracia: los diferentes resultados están a la vista.
La libertad de juicio debería llevarnos a juzgar cada hecho en el momento en que se dio: el ataque de Hamás contra la población civil de un Estado democrático fue y sigue siendo un acto terrorista injustificable y merecedor de condena sin matices. Sin embargo, la reacción desproporcionada, por número de víctimas y tamaño de destrucción, que Israel está llevando a cabo en su venganza, tampoco responde a la ley de Moisés. Ayer la condena era para Hamás, hoy la censura va para Israel. Y no hay contradicción alguna en esa postura, cuando no se tienen los ojos vendados por la ideología o por el equilibrismo de la geopolítica.
En fin, queda claro que, pasado el tiempo de la venganza, el resentimiento y el odio generacional, incluso de los que no estaban alineados con Hamás o con Netanyahu, dominarán el escenario futuro de esa región. Porque nunca habrá paz sin perdón mutuo y sin justicia.
@brjula.digital.bo