“La única servidumbre que no mancha, es
la servidumbre a la ley” (Pantaleón Dalence). Esta frase sintetiza lo esencial
de la democracia como un sistema político basado en instituciones y leyes, con
autoridades legítimas que deban hacerlas cumplir. Respetar la ley es inherente a
respetar la autoridad que está legítimamente investida para ello; su desacato, implica,
por tanto, una falta grave. Cualquier intento de desconocer la autoridad es un
ataque directo al orden democrático.
Un antónimo de respeto sería la insolencia
Y este término viene al caso al analizar el pronunciamiento reciente de los
mineros asalariados y los cooperativistas de la Federación Nacional de
Cooperativas Mineras (FENCOMIN). Han rechazado de manera grosera, aunque fuera
transitoria, la decisión de Ejecutivo de amalgamar los ministerios de Energía, Hidrocarburos
y Minería y Metalurgia y han conminado al Presidente a nombrar “en el día” a un
ministro de minería. Eso es insolencia, un irrespeto directo a la autoridad
legítima, que tiene plena facultad constitucional para conformar su gabinete
como mejor convenga al funcionamiento del Estado.
Aceptar esa insolencia sería peligrosamente complaciente. No podemos dejar que
se preserve una lógica clientelar, la misma que caracterizó al anterior régimen
del MAS, bajo Evo Morales y Luis Arce. Los cooperativistas mineros no siempre respondían
con semejante insolencia por haber sido el sostén y cómplices del corrupto gobierno
anterior, salvo el dramático asesinato del viceministro masista Rodolfo Illanes
durante un conflicto en 2016, por lo que el principal dirigente actual de
FENCOMIN, entre otros, fue imputado por la Fiscalía en grado de autoría por
asesinato, robo agravado, organización criminal y uso de explosivos. Este
historial criminal no puede ser ignorado cuando sus dirigentes reclaman trato
privilegiado o amenazan con desobedecer decisiones ejecutivas legítimas. Su
autoridad moral para hacer exigencias ha quedado socavada tras esos incidentes.
Pero más allá del carácter de sus líderes, los dirigentes cooperativistas, con
excepciones desde luego, deben estar conscientes que su actividad en muchos
casos es contraria al interés nacional.
Los yacimientos minerales de Bolivia pertenecen al Estado, es decir, a toda la
sociedad. Las operaciones mineras operan bajo concesión estatal, lo que implica
condiciones explícitas para su explotación. Siendo las riquezas mineras no
renovables, deben usar mejor tecnología y prácticas disponibles para maximizar
la recuperación de los recursos.
Pero la realidad es otra.
Gran parte de los cooperativistas no tienen acceso a tecnología moderna ni a recursos financieros para optimizar la explotación. Y ellos lo saben. Peor aún, muchas de sus operaciones dependen del mercurio, un reactivo tóxico que contamina ríos, poniendo en peligro a las poblaciones y dañando el medio ambiente.
En lugar de una minería sostenible, la cooperativa se ve obligada a ejercer una explotación artesanal, a menudo con minas de “baja ley”, y extraen solo lo más valioso del yacimiento –la crema– dejando colas minerales que no se recuperan.
Esa forma de minería tiene un costo para la sociedad: las colas minerales se desperdician y con ellas se pierde riqueza potencial. Cuando los precios suben, podría ser rentable recuperarlas con tecnología moderna, pero eso está fuera del alcance de las cooperativas pequeñas. La consecuencia es que sus ganancias dependen de un beneficio inmediato, pero dejan tras de sí un recurso enormemente subexplotado.
En suma, la minería cooperativista, tal
como está estructurada hoy, es antieconómica desde la perspectiva social. Es
rentable, a corto plazo, para el minero chico, artesanal, pero solo a costa de
una deficiente recuperación del yacimiento y un alto costo ambiental y
patrimonial para el país. Su persistencia no puede justificarse sólo por el
empleo local si no contribuye al bienestar colectivo a largo plazo.
Ninguna insolencia hacia la autoridad puede ocultar esa realidad. Estamos ante
un sistema de explotación que deteriora nuestros recursos nacionales y debilita
al Estado. Si el Ministerio de Minería debe mantenerse independiente, como
antes del MAS, es justamente para fiscalizar con rigor y para hacer cumplir la
ley, supervisar y sancionar cuando sea necesario.
La “minería chica” cooperativista no debería verse como una forma de generar
empleo, sino como un desafío estructural. Y es aún una peor forma de privatizar
nuestros recursos naturales, que tampoco va bien con la insolencia con la que
algunos de sus dirigentes “arcistas” pretenden relacionarse con la autoridad
investida por la ley, menos aún a la cabeza de personas con antecedentes
criminales y no sancionados como debieran.
Ronald MacLean es catedrático; fue alcalde de La Paz y ministro
de Estado.
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