Conocí el espanto cuando mataron a mi padre Luis Suárez Guzmán en la dictadura de 1981, pero también la ternura –diría Silvio–. Luego de la desconcertante noticia, del miedo, la rabia, del dolor y la ausencia, las reacciones de la gente fueron diversas. Algunos descubrieron que éramos de izquierda, gente peligrosa, acaso “terrorista y violenta”, como el gobierno calificó a las víctimas. No faltaron quienes nos quitaron el saludo, quienes cruzaban a la acera del frente para evitar nuestro paso, quienes en la escuela preferían no acercarse.
En el velorio de mi papá, en la hoy demolida la casa de mis abuelos, ubicada en la avenida Busch, No 686 –recuerdo el número de memoria– pusimos una pequeña canasta en la entrada para que dejaran sus tarjetitas de condolencias, quienes así lo deseaban. Algunos valientes lo hicieron, incluso ante la presencia de agentes paramilitares que pretendían recogerlas. Hace unas semanas Beatriz, mi madre, encontró en algún cajón las tarjetas resguardadas por décadas. En otra ocasión escribiré sobre ese conmovedor redescubrimiento.
Pero ante la tristeza también surgieron gestos solidarios inesperados. Comparto algunos de ellos.
Todo entierro cuesta, y mucho. En aquel tiempo nuestra economía de clase media era modesta y dependía en un 90%, del ingreso generado por mi padre. Debíamos la hipoteca de la casa en la que habitábamos, los gastos escolares, la sobrevivencia diaria. Ante la fragilidad financiera, la muerte de papá implicaba, además de la dimensión emocional, el desafío económico.
Mi madre tuvo que hacer magia, incluso hubo semanas en las que tomaba algunas de nuestras cosas para vender y para pagar el mercado de los viernes; así se fueron un charango, unos cuadros y varios adornos.
Sin ahorros suficientes, Beatriz tuvo que solventar los costos funerarios de Lucho. Al enterarse de su urgencia, un grupo de sus compañeras de colegio le hizo llegar un sobre blanco con un monto generoso reunido por ellas que cubría una parte. Lo demás aportó generosamente y sin dudar un segundo, mi tío Jaime La Fuente Roca, a quien le guardo cariño y gratitud hasta hoy.
Era enero y las clases empezaban en febrero. Mi madre, con la carga de una catedral en las espaldas, fue a mi colegio para ver cómo podía negociar la mensualidad. Cuando llegó, se enteró que todo el año estaba cubierto. ¿Por qué? ¿cómo? ¿quién? Indagó con los administradores, quienes le dijeron que la persona que cubrió la deuda había pedido guardar el anonimato. Ella insistió tercamente, hasta que supo que su entrañable amiga Ana Oelsner pagó todo.
Terminaba el mes y estaba por vencerse la cuota de la hipoteca de mi casa. Beatriz fue a cobrar un cheque que le iba a servir para cancelar la deuda, pero por razones administrativas no le dieron el dinero. Salió desolada a caminar sin rumbo, pensando de dónde sacaría la plata. Entró a la óptica de su amigo Carlos Oelsner, esposo de Ana, que estaba a su paso. Charlaban de otras cosas, pero el llanto se impuso. Sollozando sin consuelo, le contó su necesidad a Carlos, quien la calmó, abrió un cajón de su escritorio, sacó un fajo de billetes y le dijo: “Toma, no te preocupes por el pago”.
Mi hermana y yo teníamos los dientes chuecos. En aquellos años, el tratamiento de ortodoncia era costoso y sofisticado, además duraba años. Imposible para nuestra economía. Fuimos donde el doctor Gastón Paz Zegarra, que era el más reputado en La Paz. Cuando supimos del precio, quedó claro que era imposible pagarlo. Pero antes de retirarnos, el doctor nos hizo una rebaja enorme; claramente, el precio final no cubriría ni los materiales que tendría que usar. Estuvimos en sus manos mucho tiempo y recuperamos la sonrisa.
Jaime, Carlos, Ana, Gastón –por cierto, ninguno compartía nuestra posición política– y varios otros son nombres que cuando los pronuncio me conmueven el alma. Sí, con la partida de Lucho conocí el horror, pero también la solidaridad, la entrega anónima, silenciosa, desinteresada, amorosa.
A ellos, quienes están y quienes ya se fueron, quienes desde algún rincón en ese crudo momento tendieron la mano, va ahora, cuando ha corrido agua bajo este puente, una de las palabras más sentidas de nuestra lengua: gracias.
Hugo José Suárez es sociólogo e investigador de la Unam.
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