En Génesis 3:16, tras la caída, Dios dice a Eva: “En gran manera multiplicaré tu dolor en el parto, con dolor darás a luz los hijos; y con todo, tu deseo será para tu marido, y él tendrá dominio sobre ti.” Esta sentencia ha sido durante siglos la base de una narrativa que ha impuesto el sufrimiento como destino inevitable de la mujer en la experiencia de la maternidad. Esta maldición se materializa hoy en una tragedia que evidencia las profundas desigualdades sociales y la crisis de los derechos humanos: la mortalidad materna.
En Bolivia, esta realidad es una muestra dolorosa de las brechas en el acceso a servicios de salud de calidad, particularmente para mujeres indígenas y rurales. Estas mujeres enfrentan la precariedad extrema de los sistemas sanitarios, la falta de recursos, la atención y barreras estructurales, como el machismo, la misoginia y el racismo institucionalizado.
Según datos del Fondo de Población de las Naciones Unidas (Unfpa), el 68% de las muertes maternas en Bolivia corresponden a mujeres indígenas, lo que subraya la desigualdad en el acceso a atención segura y oportuna durante el embarazo y el parto. Las principales causas de mortalidad materna incluyen hemorragias (37%), hipertensión (12%), abortos inseguros (8%) e infecciones (5%). Sin embargo, estas cifras solo representan la “punta del iceberg”: detrás de cada muerte existen barreras estructurales profundas, como la distancia geográfica a centros de salud, la falta de transporte adecuado y la escasez de personal capacitado.
Diversos estudios evidencian que la violencia obstétrica es una forma de violencia de género que vulnera los derechos de las mujeres durante el embarazo, parto y posparto. Violencia que se expresa a través de prácticas invasivas y sin consentimiento, como la falta de respeto al pudor, violencia sexual, acoso y –el despojo del control sobre el propio cuerpo–. En general, una suerte de –protocolos machistas institucionalizados– que buscan socavar la voluntad de la mujer por la autoridad del personal médico, que impone decisiones desde el propio ginecólogo, hasta el personal de apoyo, como enfermeras y enfermeros, incluso con tratos humillantes e inhumanos.
Además, la violencia obstétrica se materializa en dinámicas económicas que lucran con la vida de las mujeres y que se extiende al sector privado de los servicios médicos, con cobros injustificados e internaciones innecesarias, en los que también se manifiesta la cultura misógina, traducida en violencia psicológica a través de la culpabilización, humillación, infantilización o la desvalorización que sufren muchas mujeres en los centros de salud privados.
Frases como “por qué abres las piernas pues, ahora aguántate”; “quería abrazar a mi wawita apenas nació, pero la enfermera me lo ha quitado… se lo ha llevado” o “yo no quería parir acostada, pero me han obligado”, reflejan las experiencias de muchas mujeres que enfrentan un sistema que las deshumaniza. No obstante, es justo reconocer que existen profesionales comprometido/as con una atención respetuosa y humana, que luchan contra estas prácticas.
Para revertir esta realidad, es fundamental rescatar y valorar la partería tradicional, declarada Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Unesco en 2023. Las prácticas ancestrales de nuestras antecesoras, aquellas que están vigentes en las comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas de nuestros países, y que siguen preservando –la atención médica basada en saberes ancestrales sobre plantas medicinales y ciclos reproductivos–, prácticas reconocidas por el Fondo de Población de las Naciones Unidas (Unfpa), la Confederación Internacional de Matronas (ICM) y la Organización Mundial de la Salud (OMS), entidades que destacan que el 70% de quienes ejercen la partería son mujeres, conocidas como matronas o parteras, guardianas de un conocimiento que promueve el bienestar y la salud de las mujeres gestantes.
El dolor impuesto a la maternidad no es un destino natural ni inevitable, cuestionar la sentencia “parirás con dolor” es imprescindible para reivindicar las sabidurías ancestrales femeninas, para reconocer que la maternidad es un don supremo y no una condena, y para desmontar las estructuras patriarcales que aún hoy pretenden dominar la vida de las mujeres bajo la amenaza de un dolor impuesto y naturalizado, por el hecho de ser mujeres.
Durante milenios, la menstruación, el embarazo y el parto fueron considerados dones sagrados, vinculados a la sabiduría femenina y a la armonía con los ciclos naturales. En sociedades matrilineales y ginecocráticas, las mujeres ejercían poder y autoridad, cuidando la vida con prácticas ancestrales que honraban su valor y significado. Sin embargo, con la llegada del patriarcado y las imposiciones religiosas, estos saberes fueron relegados y deslegitimados, transformando la maternidad en una experiencia marcada por el sufrimiento, la subordinación y la pérdida del control sobre el propio cuerpo.
Frente a los alarmantes índices de mortalidad materna y violencia obstétrica, es urgente rescatar y reivindicar estos conocimientos ancestrales. La evidencia demuestra que el respeto a los ciclos femeninos y la atención humanizada son claves para garantizar partos seguros, dignos y libres de violencia. Recuperar estos saberes es un acto ético y político fundamental para extinguir las violencias machistas, reconociendo a la maternidad como un pilar esencial para avanzar hacia una sociedad respetuosa de la vida de las mujeres.
El derecho a un trato respetuoso y humano durante la maternidad debe ser reconocido como un derecho humano fundamental, indispensable para construir una sociedad justa, igualitaria, respetuosa de la vida, y para que a ninguna mujer se le imponga parir con dolor.
Patricia Flores Palacios es magister en ciencias sociales y feminista queer.