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05/07/2021
La madriguera del tlacuache

¿Quién quiere ser millonario?

Daniela Murialdo
Daniela Murialdo

Brújula Digital|05|07|21|

Quienes miramos la entrañable Slumdog Millionaire –premiadísima película que pudo ser de Bollywood pero que no lo fue– nos encogimos con la historia personal de Jamal, pero sobre todo, nos admiramos por los conocimientos que le permitieron ganar los veinte millones de rupias en la versión india del icónico concurso ¿Quién quiere ser millonario? 

Mientras la veía, hace unos doce años, evocaba la mirada concentrada de mi abuela, tíos y primos en el programa americano Jeopardy! que guardaba para sus respuestas el mismo hermetismo que para los ganadores del Oscar, la clave de entrada a las reservas de oro de Fort Knox y la receta de la Coca-Cola. Repasaba los ojos abiertos (como los del torturado Alex DeLarge en La naranja mecánica) de mis parientes frente al ancho televisor –de esos que si por ventura uno dejaba encendido de noche (porque había olvidado regular el reloj auxiliar que hacía que la tele se apagara sola) soñaba con marabuntas bulliciosas–, y las uñas carcomidas ante cada pregunta que sobre historia, literatura, deportes o lo que fuera, se les hacía a los sabiondos y ambiciosos concursantes. 

Como no se cultivan solamente las preocupaciones familiares, sino también sus aficiones, años después –apenas llegados a Sucre a finales de los ochenta–, depositábamos nuestra agitación en las pequeñas bolas sacadas de una tómbola, cuyos números serían anunciados por la impostada voz de Lalo LaFaye, antes de coronar al ganador de su ¡A todo bingo! Nunca supe si ese ganador recibía algo más que una dotación de productos de La Estrella. 

Por lo general, nuestra ansiedad puede más que nuestra incredulidad. En verdad creemos que los contendientes victoriosos saldrán cargando costales llenos de billetes o galardones en especie. Y nos alegramos. Eso, cuando no pierden y nos entra una frustración mayor que nos acompaña el resto del día (cómo no contestó esa pregunta si estaba tan fácil. Si nada más le faltaba un número para completar el cartón). Pero ¿cuánto de auténtico hay en esas competencias (las de por acá) que, aunque obsoletas, aún perviven?

Hace pocos días estaba yo en el hall del dentista. Como toda sala de espera que se precie de tal, esta reunía la atención de todos los pacientes (que aguardábamos nuestra cita en distintas especialidades) en una pantalla televisiva. Esta vez, era una conductora importada de Barranquilla la que, por un premio de 900 bolivianos, nos impelía a completar una palabra haciendo una simple llamada telefónica que costaba “solo” dos pesitos.  

Estaba abstraída buscando en mi cabeza la maldita palabra cuando me sacudió la voz frustrada de una muchacha –que ya salía de uno de los consultorios– y que le comentaba con desaliento a su abuelo, luego de asomarse a la pantalla, que aún no se daba con el vocablo buscado, que a esas alturas ya sabíamos, se trataba de un animal. Sentí angustia cuando la secretaria me llamó para tomar mi turno, que llegaba luego del de mi hijo, a quien debí rogarle que por nada abandonara el lugar sin saber de qué término se trataba. Más tarde me contó que un señor, sentado dos filas detrás, alentado por su familia y arriesgando su propia cita, estuvo llamando desesperadamente sin suerte para dar su respuesta. La línea estuvo ocupada por varios minutos y nuestro representante no lo logró.

Imagino al encargado –probablemente el primo del productor del programa–, recibiendo las llamadas y eligiendo al azar un par de respuestas erróneas para sacarlas al aire e insistir al público que no dejara de “participar”. Y puedo idear a la ayudante de ese mismo productor haciendo la llamada ganadora del botín: los mismos novecientos bolivianos invisibles que serán ofrecidos en mi siguiente revisión de muelas. Y en la siguiente…

En Slumdog Millionaire, el conductor sospecha que el jugador, Jamal –que responde correctamente–, hace trampa. Pues alguien como él, un “pordiosero desgraciado”, tenía que carecer de conocimientos y de suerte. Quizás esos desconfiados que no veían en la experiencia humana una forma de aprendizaje, debieron leer al empirista inglés John Locke antes de acusar al pobre joven, que todo lo que sabía se lo había enseñado la calle. O tal vez la denuncia era solo un modo de eludir el pago de la costosa recompensa. Es que en el fondo, conferir grandes premios no resulta rentable a menos de que el concurso lo produzca la NBC.

Unos amigos, que en los noventa emitían un programa de rock por la radio, ofrecían desde la cabina objetos de lujo, que alguien con una identidad abstracta se ganaba: banderas de Rush o una camiseta sudada por Bruce Dickinson. Los oyentes se agolpaban para hacer entrar la llamada y contestar quién era el guitarrista de Slayer o cómo se llamaba la última gira de AC/DC. Una vez le pregunté a uno de los conductores de dónde sacaban tan buenos premios. Él se dio la vuelta y con las cejas torcidas me devolvió la pregunta: “¿Qué premios?”. 

*Es abogada y escritora



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