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Está ya chamuscado el debate sobre si el libro Pueblo enfermo respondía a una poco compasiva visión que sobre Bolivia tenía Alcides Arguedas (a quien incluso se ha acusado de racista), o si, como decía Francovich, el texto representó (como el resto de su obra) solo “la oportunidad de Arguedas –en el fondo, un moralista– de exteriorizar la protesta de su espíritu angustiado por el espectáculo que le ofrecía la vida nacional”.

No tan conocida, por el contrario, es la apreciación del uruguayo José Enrique Rodó, que creía que en vez de titular su libro Pueblo enfermo, Arguedas debió llamarlo Pueblo niño. Presumo que por eso de que pasamos de la ingenuidad y afabilidad al capricho y el berrinche en un tris.

Y fue alguien más, con igual tino, quien se atrevió a sugerir que el nuestro era, en verdad, un pueblo loco.

No pretendo escribir un ensayo sobre el pensamiento boliviano (de eso se han encargado rigurosos autores). Sucede que estos días le he dado más vueltas a esa impresión de Bolivia como un país ansioso en el que a los ciudadanos nos cuesta mantener ideas estables, perdurables. Sobre las que podamos conducirnos firmemente en cualquiera de nuestras movedizas realidades.

Y no estoy pensando en comportamientos faltos de ética, como los actos de corrupción de los que no se salva gobierno alguno en mayor o menor medida. El millonario desfalco al Fondioc o la compra de respiradores con sobreprecio en plena pandemia. Tampoco me refiero a los crímenes de las dictaduras o de las que en apariencia no lo son. Esos trastornos corresponden más a nuestra personalidad enferma que a nuestro gracioso, pero casi cínico modo de ser.  

En esta manera trastornada de actuar concibo, cómo no, a Arturo Murillo asumiendo el papel cinematográfico de su vida y prometiendo justicia y paz, mientras buscaba –enfundado en su chaleco antibalas– cámaras que captaran sus desenfadadas persecuciones y encarcelamientos. Eso sí, por lo que se ve en alguna fotografía reciente, no ha abandonado ese papel. Solo que ahora es un policía de Miami Vice (o eso siente).

Son también ejemplares de nuestro espectro delirante el dandy de voz impostada y vocero de la presidencia, el Presidente del Estado, el presidente del Banco Central y el secretario ejecutivo de la COB, que cambiaron sus discursos en cuestión de meses, adaptando el libreto para decirle a su público que siempre había habido golpe. Que decir lo de la sucesión constitucional fue resultado de un (otro) momento de ofuscación.

Otro ejemplo de nuestro patrón de locura es la heroína de estos días, María Galindo, que en una reciente Barricada se le lanzó a un cortés ministro de Justicia (no, no se alarmen, no físicamente. Que le llega a enterrar uno de sus anillos de púas y Lima no la cuenta), para enrostrarle el maltrato de su gobierno a la expresidenta Jeanine Áñez, ahora presa en la cárcel de Miraflores. La escena suena cuerda en tanto no recordemos que la María, que ahora escuda a Áñez, es la misma que meses antes se encargó de hostigarla, tratándola de niña barbieficada y anunciando al país que por la cama de la entonces Presidenta transitoria habían pasado suficientes hombres… Y cuyo tinte de cabello le servía solo para dignificarse socialmente.

Estos brotes de contrariedad los hemos sufrido permanentemente. A grandes pensadores bolivianos se les han movido las tuercas y han terminado ensalzando a sus propios monstruos. Fernando Díez de Medina y Fausto Reinaga, ambos adalides del indigenismo, terminaron alentando el golpe de Luis García Meza. Díez de Medina llegó a decir del dictador que era “honesto, patriota y muy sabido”, que “lo animaban los buenos propósitos”, y que era “un cristiano sincero”.

Los hay también líderes de opinión cuyas filias y fobias dependen del reporte meteorológico. Y en ese estado de insensatez nos arrastran de un lado al otro. Se me viene a la cabeza un columnista que hace algún tiempo nos hablaba del trabajo tesonero y eficiente de Manfred Reyes Villa y nos contaba, entre otras cosas, de su afectiva relación con los niños. Ese mismo exadmirador del Bombón ahora nos exhorta a acoger de buena gana las bondades del Movimiento al Socialismo y su carácter pacífico (aunque, en honor a la verdad, sus desviaciones no han alcanzado todas sus pasiones. Creo que su fanatismo por Aurora sigue intacto). Dado que el delirio es colectivo, estos pastores tendrán siempre quienes los sigamos. No hay de qué preocuparse.

Y es que los giros de ideología son naturales y no siempre involutivos. Tenemos una generación que en los 70 peleó con la bandera de la Asamblea Popular y en los 90 se sentó en las mesas que vieron nacer las políticas neoliberales. Y están quienes se encantaron con el proceso de cambio y a los pocos años terminaron por decepcionarse del MAS. Eso es comprensible. Son las alteraciones repentinas de valoración de la realidad las que nos vuelven seres desquiciados. Los cambios bruscos que no son producto de una reflexión sino del apuro en responder a una situación “convenientemente” dependiendo del momento.

Tener un temperamento desequilibrado no debería ser reprochable. Total, la locura es un atenuante y no acarrea gran responsabilidad. Además, ni la bondad ni la moral tienen que ver con ella. Lo que sí resulta ingrato por inevitable, es que el resto no se fije en nuestra sensibilidad o inteligencia. Que los otros claven su mirada en lo poco confiables que somos, y en el hecho de que nuestra palabra, como la de cualquier enajenado, valga un carajo. Aunque para decir esa nuestra palabra nos vistamos elegantes e impostemos la voz. 

Daniela Murialdo es abogada.



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