Conocí la plaza Murillo a mis 13 años, durante una escala prolongada a la que mi hermana y yo, recién llegadas a Bolivia, debíamos someternos –pues no había vuelos directos desde Sucre y presumiblemente nunca los habrá– si queríamos llegar a Santiago de Chile a visitar a nuestro padre. Con él pasábamos los dos meses de vacaciones. Era un modo de compensar las desastrosas consecuencias que todo divorcio acarrea.
Nuestro tutor y guía en La Paz era Chunka Gutiérrez, amigo cercano y compañero de mi padrastro, Cayetano Llobet, en el Partido Socialista–1, fundado por Marcelo Quiroga. El Chunka se tomaba en serio su papel de tío impuesto. De modo que en una mañana ya habíamos compartido con las palomas de la plaza; recorrido el hemiciclo parlamentario, al que habíamos podido entrar gracias a su condición de diputado; y paseado un par de céntricos museos.
Este tema me obliga a introducir una anotación cursi. Pero es que fue también en la plaza Murillo, donde, una madrugada, hace casi 25 años, nos dimos el primer beso –al estilo “soldado Pearl Harbor”– mi esposo y yo, como celebración por haber salido victoriosos de una redada policial en el “Bocaisapo”, un boliche legendario en la calle Jaén de La Paz, en el que habíamos consumido sendas damajuanas de vino tarijeño y encendido cigarrillos al Ekeko, emblema del lugar.
Hace unos días me tocó presenciar en esa plaza la posesión presidencial o, al menos, sentir lo que ahí ocurría, mientras acompañábamos el evento a través de una gran pantalla.
Ver al meritorio presidente del Senado recibir el juramento vicepresidencial de un arrojado Edmand Lara, con uniforme de gala de la Policía Boliviana, fue extraordinario. Lo de Lara era el primero de los varios símbolos aquella mañana. La reafirmación del proyecto nacional popular, pero de derecha, que lleva trabajando y seguirá no sabemos si como complemento o por alguna vía paralela…
Cuando entrábamos a la plaza por la calle Comercio, atestada de gente que esperaría a las 13:00 para la celebración, un señor, en tono de humor violento festejado por sus compañeros, “adivinaba” que pronto la plaza Murillo se hundiría y, con ella, todos los k’aras que iban llegando. Como a esa hora el cielo estaba despejado y confiábamos en que García Linera había errado con eso de que sin Evo el sol se escaparía, la sacudida que sentí desapareció al instante.
Estábamos ya instalados en nuestras sillas, en diagonal a la catedral, con los Colorados de Bolivia aguardando el paso de Rodrigo, que subiría las gradas externas de la iglesia un par de horas después para recibir la bendición, y comenzó a llover.
Según la mitología, a Zeus (“recolector de nubes”) le fueron dotadas como armas el trueno, el relámpago y el rayo. En tanto Dios supremo, Zeus era capaz de modificar el destino. Con el rayo castigaba a sus enemigos, y desataba tormentas cuando se enojaba.
Ese día se desató una tormenta y hubo rayos, relámpagos y truenos. En mi cabeza apareció un Zeus ataviado con el sombrero del señor que había presagiado, momentos previos al inicio de la ceremonia, que ahí y entonces, moriríamos. Mientras miraba a mis vecinos de tarima utilizando las astas de las banderas tricolores –que nos habían regalado junto a las cajitas que contenían un sándwich y fruta para sortear el hambre–, para golpear el techo de lona que cedía con cada bolsón de agua acumulado, intentando improvisar canales, pensaba en cuán certero había sido el agorero: la plaza Murillo se hundiría con nosotros dentro.
Pero llegó un Rodrigo diestro en el pensamiento mágico que transita entre los habitantes de esta patria (como en otras patrias latinoamericanas) y nos guio hacia otro posible destino: el aguacero no era una maldición; por el contrario, el mandatario recién estrenado agradeció a la Pachamama por la lluvia: “Antes que nada quiero agradecer a la Pachamama porque nos está ch’allando, está haciendo una limpia, nos está bendiciendo y eso significa que es en buena hora, son buenos augurios”. En la cosmovisión andina la lluvia es el elemento sagrado que representa vida y fecundidad para la tierra, purificación y renovación.
Y en esa mezcla de sincretismo entre la Pachamama y el dios cristiano, los juramentos, tanto de Paz como de Lara se hicieron con la señal de la cruz ante la Biblia. Otro símbolo relevante de la jornada festiva, que ocasionó enojo en los agnósticos ilustrados (y otros no tanto) del ala progresista, que no llegan al 10% de la población. Bolivia es un Estado laico, no antirreligioso.
La libertad religiosa está garantizada por la Constitución, la ley y los tratados de Derechos Humanos. Esa libertad alcanza a los servidores públicos que deseen jurar conforme a sus creencias o portar los signos de su fe. Los que creen que la religión está expulsada del ámbito público andan extraviados.
Pero la estampa más significativa la aportaron los Colorados de Bolivia (escolta presidencial). Esos soldados resistieron por más de tres horas el aguacero con frío y sin paraguas. Un símbolo de la resistencia a la que los bolivianos estamos predestinados, pero que ahora parece ir alentada por algo de esperanza.
Daniela Murialdo es abogada.
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