Semanas atrás, algunos descreídos nos sorprendimos con el anuncio del alejamiento de la política del exvicepresidente español, Pablo Iglesias, luego de unos catastróficos resultados en las elecciones de la Comunidad de Madrid, a las que se lanzó como candidato a la presidencia con su femenino Unidas Podemos. Ese partido que se ha jugado casi todo por el lenguaje inclusivo y poco por la inclusión.
La dimisión, aunque honrosa, pudo ser un poco menos quejumbrosa y más heroica. Antes de marcharse, el podemita lamentó la tragedia que suponía el triunfo de la derecha “trumpista”, refiriéndose al Partido Popular; y la consolidación de la ultraderecha, capitalizada por Vox. Esta última, una agrupación por la que yo no votaría, pero cuyo portavoz, Iván Espinosa de los Monteros, me haría abandonar a esposo e hijos de la noche a la mañana. Abandono que los tres, lo sé, comprenderían y perdonarían algún día.
Pero dejando a un lado la sonrisa -poblada de barba y sarcasmo- del también parlamentario madrileño, y volviendo a la renuncia del “coletas”, pienso que su abrupto anuncio fue honesto. “Dejo todos mis cargos. Dejo la política”, proclamaba cabizbajo.
Es que un pronunciamiento como ese, puede volverse épico. Sobre todo, si con ello se resigna el reconocimiento público o la alabanza de la secta. Como es el caso de este inteligente mago que disfruta practicando la prestidigitación política. Igual que nuestros magos. Solo que estos últimos jamás renunciarán a la posibilidad de trastocar la realidad, pues de eso viven.
De ahí que no cueste entender cómo, en nuestros países, el desprendimiento de un cargo público no llega si no hay una exigencia multitudinaria. Antes de que eso suceda, subsistirá una retahíla de razones, normalmente banales, que transformarán cualquier acto condenable, en un comprensible error humano.
No sé si fue en la primera o segunda ola de esta pandemia -que lo único bueno que deja es que ahora todos tenemos una idea de qué es una masa madre- varias autoridades fueron pilladas disfrutando sus vacaciones en lugares públicos, no sin antes haber tuiteado, bajo el hashtag #QuedateEnCasa, un “no sean irresponsables, cuídense y cuiden a los suyos”.
El zar mexicano contra la pandemia, Hugo López-Gatell, fue fotografiado sin mascarilla en las playas de Oaxaca. Con las críticas, salió López Obrador a defender a su subsecretario de Salud, alegando que este había estado trabajando bastante. De ahí, el chiste se cuenta solo.
La alcaldesa de Bogotá -que también estaba cansadita- se fue a Costa Rica en pleno pico. Lo que ocasionó que muchos pidieran un revocatorio de su mandato. Aunque no tantos como para lograrlo.
Mientras, en Canadá… No, no me estoy saliendo de los ejemplos regionales por extravío. En Canadá –que, como se jacta el primer ministro de Ontario, toma en serio su obligación de mantenerse a un nivel más alto- el exministro de Finanzas, Rod Phillips, dimitió tras haberse ido dos semanas de vacaciones al Caribe (en pandemia). Lo que él mismo llamó un “error tonto”. En una frase que parece estar dirigida a nuestros pobres políticos, advirtió que no había excusas a ese su viaje.
Nosotros, en cambio, siempre tenemos excusas para no retirarnos: tergiversación de las declaraciones, descontextualización de los hechos, ensañamiento de la prensa, mala fe de la oposición. Todo, bajo el manto de la victimización. En la resignación de Iglesias no hubo excusas. Además de poética -se despidió con un verso de Silvio Rodríguez-, la declaración de su salida fue clara y no dejaba dudas. Desertaba porque le había ido de la patada y no quería ser un lastre para su entorno político. “Cuando uno no es útil tiene que saber retirarse”, dijo antes de partir.
Habría que imaginar esa inutilidad en un estadio inferior al daño. Pablo Iglesias deja de ser útil y se retira. Nuestros funcionarios de alto rango hacen daño (es peor ofender que ser inútil) a una sociedad entera que confía, se deja guiar y admira, y aun así, se quedan inmóviles esperando el espaldarazo del superior, que eternamente llega. Esa palmadita de apoyo le da al infractor un aire de autosuficiencia que le permite pasearse a nuestro lado como una perrita poodle de moño grande frente a un chapi callejero. Y mirarnos triunfantes desde arriba.
La renuncia es un acto honorable que no se practica mucho por aquí. Es un modo ético que le da valor a la función que se deja, pero, sobre todo, valía a quien la lleva a cabo. Recuerdo, aún con profunda envidia, el caso de un ministro inglés que llegó con uno o dos minutos de retraso a su cita en la Cámara de los Comunes. Aunque iba a otra cosa, su alocución le sirvió solo para anunciar que ese retraso (imperceptible para cualquiera) merecía su propia renuncia. “Estoy completamente avergonzado. No estuve en mi lugar y, por tanto, ofreceré mi renuncia a la primera ministra de inmediato”.
Aunque hay estándares distintos de comportamiento moral, cada uno debería poder distinguir cuándo no ha estado en su lugar –como el Lord tardón-, o cuándo, como Pablo, ya no está en su lugar. Y dar, en ambos casos, un paso al costado.
No es que yo ande pidiendo que aquellos fiscales corruptos
o diputados falsarios entreguen sus vidas como los samuráis que, ante el
fracaso en el cumplimiento de la lealtad y el honor; o el alejamiento del
camino de los valores básicos, practicaban el harakiri. Tampoco pido que los
que aparecen una hora tarde en el hemiciclo parlamentario dimitan. Sí quisiera,
sin embargo, que aquellos políticos o funcionarios públicos que ofenden,
practicaran cierto pudor. Lo malo es que muchos de ellos piensan que el pudor
es solamente no salir a declarar en pelotas. Sin saber que es mucho más que
eso.
*Abogada y escritora
@brjula.digital.bo