“Para que no le sacaran del apartamento en pijama, o le obligaran a
vestirse delante de algún hombre impasible y despreciativo del NKVD, se
acostaba totalmente vestido, tumbado encima de las mantas, con una maletita ya
preparada a su lado, en el suelo. Su inquietud, a su vez, impedía dormir a Nita.
Los dos yacían en la cama fingiendo; además fingiendo que no oían ni olían el
pánico del otro”.
Elegí ese párrafo de un libro leído hace unos meses, que alude a la Policía secreta soviética de los años del Gran Terror, y no otro más abstracto, para no confundir a quienes pudieran estar hojeando esto. No quisiera rememorar nuestros tiempos golpistas de los 70 y 80. Tampoco es mi intención esconder mensajes subliminales que evoquen, sin que los posibles lectores lo adviertan, los rostros feroces de Sánchez Berzaín, Quintana o Murillo. Pues quién se acuerda ya de ellos.
El texto pertenece a El ruido del
tiempo, de Julian Barnes, y trata de las contrariedades vitales del
compositor y pianista Dmitri Shostakóvich, quien termina colaborando con los
comisarios políticos del régimen comunista para no ser una víctima más de las
pavorosas purgas dirigidas por Stalin.
Uno intenta imaginar lejanamente esas purgas. Preferimos pensar a Trotski como un intelectual. Solamente. No como el hombre obsesivamente perseguido, que se preparó por muchos años para su propio asesinato, a través del asesinato de familiares y amigos igualmente alejados de la nomenklatura. Y nos resulta más conveniente leer testimonios como el de Shostakóvich con el placer que provoca una buena novela. Hasta que abrimos el periódico o escuchamos algún noticiero, y ahí la imaginación se vuelve más local.
Dicen que a Jeanine la sacaron en pijama durante la madrugada, para aprehenderla, sin darle chance de nada. Quizás si la exmandataria hubiese leído a Barnes, no habría tenido que envolverse con un abrigo prestado para sortear la transición del calor oriental al frío altiplánico; y hubiera podido llegar a su nueva morada en Obrajes acompañada de algún retrato de sus hijos.
Pero, independientemente de esas toscas manifestaciones de poder –no siempre literarias–, que hemos palpado desde tiempos inmemorables aquí y en otros países de la región, y que ahora además sirven como fondo para las fotografías de triunfantes ministros de gobierno, lo que ha hecho sonar la alarma de plagio de ciertas actitudes de líderes más cercanos a Siberia, ha sido la amenaza de purgas incluso dentro del propio partido oficialista.
Hace unos días Evo anunció una “purga” de militantes del MAS, de funcionarios en el gobierno y de dirigentes de organizaciones sociales afines. Lo que me contrajo el estómago. Por fortuna, recordé que horas antes el vocero presidencial –siempre en su tono distinguido– había afirmado que el término “purga” era propio de los regímenes autoritarios de la post Segunda Guerra Mundial en los que habían existido fuertes purgas de dirigentes. Que solían ocurrir todavía ahora en algunos países de Asia o en regímenes totalitarios o monárquicos, pero que no correspondían a un régimen democrático. Uf.
Retroceder a esas palabras del vocero tranquilizó mis nervios, como lo hubiese hecho un mate de tila. Me dije que no podíamos estar en puertas de un régimen totalitario, cuando uno de los escuderos del gobierno renegaba enfáticamente de esos modos temerarios. Aunque siempre existe la posibilidad de que no esté leyendo yo la letra chica. Esa que puede estar gritándome sin que la escuche, que la voz de ese personaje vale tanto como la mía. Un cacahuate.
Hannah Arendt hablaba del terror como la “esencia de la dominación totalitaria”. Esa dominación puede llegar con facilidad, pues los seres humanos somos temerosos; y los gobiernos vengativos con justicias manipulables, olfatean nuestro miedo. Se las arreglan para que unos no hablen o para que otros reconduzcan sus expresiones ideológicas. Su objetivo es que nos convirtamos –como convirtieron a Dmitri Shostakóvich– en “jorobados morales”.
Sea como fuere, el miedo está. Buena parte de la población, no siempre la misma, vive con miedo. Si no en este, vivió con miedo en el anterior régimen. Si no en el anterior, en el anterior al anterior. A nuestros gobernantes les perturba nuestro sosiego y hacen todo lo que esté en sus manos para privarnos de él. Siempre usando la amenaza y provocando éxodos. La semana pasada el desvelo les llegó a algunos ministros del gobierno transitorio. Esta semana fueron algunos detractores del proceso de cambio los que no durmieron. La próxima semana serán otros los que se mantengan en vela, quizás planeando una huida.
Rafael Narbona, compasivo como es, piensa que no se puede recriminar el deseo de sobrevivir, pues, dice, el heroísmo es un gesto de grandeza, no un imperativo ético. “El cobarde público convive con el héroe privado” habría pensado el compositor ruso en un acto de contrición.
Evo sintió miedo hace poco más de un año. Y huyó para salvarse. Evo quería sobrevivir. Su héroe privado triunfaba sobre su cobarde público. Si seguimos a Narbona, ese pudo ser un gesto de grandeza. Como dicen, el lobo no puede hablar del miedo de las ovejas. Solo uno puede explicarse sus propios temores y saber cómo los administra.
No es un gesto de grandeza, sin embargo, que ese mismo ser que antes tuvo miedo, intente ahora que hasta sus propios compañeros duerman totalmente vestidos, tumbados encima de las mantas, con una maletita ya preparada a su lado, en el suelo.
Daniela Murialdo es abogada.
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