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27/03/2022
La madriguera del tlacuache

Mi mayor defecto

Daniela Murialdo
Daniela Murialdo

Una pregunta clásica en cualquier entrevista a artistas, políticos en campaña u otras personalidades es cuál es su mayor defecto. A lo que una cantidad considerable responde: “Soy perfeccionista”, “Soy exitista”, “Tengo muy buena memoria”, o “Siempre digo lo que pienso”.

No puedo evitar reírme para mis adentros cada vez que escucho a estos artífices de la falsa modestia. Una modestia impostada en la manifestación de superioridad a causa de alguna inseguridad. ¡Cómo podría la búsqueda de la perfección ser un defecto, por Dios! Habría que suponer entonces, a la japonesa como una sociedad bárbara repleta de seres defectuosos.

Aunque escuché alguna vez de un ejercicio practicado por los psicólogos, que consiste en contar los escasos segundos que las personas tardamos en contestar cuál es nuestro mayor defecto, frente a lo mucho que nos toma exponer nuestra mejor cualidad.

Supongo que en el fondo el pudor nos permite aún, conservar algo de humildad. Incluso cuando tenemos claros los dones de los que gozamos, no podemos presumirlos sin ruborizarnos. Pero hay quienes sienten una necesidad, tal vez inconsciente, de autodenominarse exaltando sus (¿autoimpuestas?) virtudes. Supongo que para que los quieran más. Y se definen como espontáneos, irreverentes, divertidos, o (la mejor) auténticos.

Haciendo caso a ese conocido refrán que dice: “Dime de qué presumes y te diré de qué careces”, sería más prudente dejar que el resto sea el que nos reconozca, el que nos mida. Que sean los otros quienes libremente colijan nuestros vicios y nuestras bondades, sin nuestra guía. Total, gente que nos quiera o nos desprecie habrá sin que podamos evitarlo.

Al hermano mayor de mi papá (un biólogo molecular) lo llamaban “Loco” en el colegio desde muy pequeño. Cuando ingresó a la universidad, se presentó con su nombre, sin especificar sus señas particulares. A la semana, sus compañeros lo apodaron (nuevamente) “Loco”. Nosotros siempre lo hemos llamado “tío Loco”. Y es que su entorno ha sido el encargado de calibrar su extravagancia, su inquietante creatividad y su acelerada inteligencia.  Lo recuerdo nítidamente en algún laboratorio en Toronto, en el taller donde fabricaba chelos o en el garaje de su casa descalzo y en calzoncillos, intentando sacar la nieve. Ahora escribe novela negra.

Sucede que entre más nos esforzamos en dibujar nuestra propia imagen, más fallamos en proyectar lo que en verdad somos. Posiblemente, quien se autodefine como loco sea un aburrido acabado. Y la que se presente como genuina, se pase la vida adaptada a la iniciativa de su líder feminista para ir en patota a profanar monumentos...

Otra de las respuestas de identidad -que más que gracia provoca ternura- es: “gracias a él soy lo que soy”. La frase lleva implícito un agradecimiento que pareciera decir: “sin esa persona no sería el maravilloso ser humano que soy”. Cuando, en verdad, la frase correcta podría ser “por culpa de…”. Pero bueno, suficiente que quien hable se sienta a gusto consigo mismo, aunque sea en exceso.

Quizás un modo más decoroso de presentarse ante los demás sea mostrando los propios goces o intereses, pues “nadie es hipócrita en sus gustos”. Intentando nunca hablar de nosotros en tercera persona, como si estuviéramos hablando de algún ser grande y no de un átomo más de la galaxia, que es lo que somos nomás. 

Hace muchos años abandoné el estado de disposición para la conquista (amorosa). Pero ya entonces, si algún chico se anunciaba como “gracioso” o “con gran sentido del humor”, el tiempo de charla con él dependía solo de cuánto cubalibre quedaba en el vaso.

Mi mejor amigo solía decir que él era un mediocre, pero que se esforzaba por ser el mejor de los mediocres. Quizás por eso éramos tan amigos. Ninguno de los dos envidiaba a los “perfeccionistas”. ¿O sí?  

Daniela Murialdo es abogada y escritora 



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