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12/03/2023
La madriguera del tlacuache

Maras al desnudo

Daniela Murialdo
Daniela Murialdo

Esta semana nos ha tocado revivir un debate que despierta la tensión entre democracia y seguridad (ambos, conceptos artificiosos en la mayoría de nuestras naciones), a propósito de las imágenes -acompañadas de vehementes y orgullosos mensajes del presidente de El Salvador, Nayib Bukele- que mostraban a los primeros dos mil pandilleros de las Maras Salvatrucha y Barrio 18, ingresando a la megaprisión (la más grande de América Latina) bautizada como Centro de Confinamiento del Terrorismo, adonde arribarán pronto otros treinta y ocho mil reos.

En 2018, antes de que Bukele asumiera el poder y decretara el estado de excepción -que limita la libertad de asociación y otras libertades-, El Salvador registró una tasa de 50.4 homicidios por cada 100,000 habitantes y para el 2022 esa tasa descendió a 7.8, para pasar a cero recientemente.

Con esas cifras por delante, el presidente colombiano Gustavo Petro sacó pecho y tuiteó hace unos días que Bogotá había pasado de 90 homicidios por cada 100,000 habitantes en 1993 a 13 homicidios por cada 100,000 habitantes en 2022; todo, “por haber hecho universidades en lugar de cárceles”.

Pero las cifras de este mago de la palabra se diluyeron pronto. En estadísticas de 2022, Colombia aparece dentro de la lista de los diez países con mayores índices de criminalidad del mundo. Lo que hace pensar que, a estas alturas, las universidades no son suficientes, como tampoco vivir en democracia (Estados Unidos tiene las mejores universidades y vive en una democracia hasta hace poco casi perfecta, y ahí están, contando las muertes violentas por montones y administrando centros como Guantánamo, condenado por expertos por sus “violaciones implacables a los derechos humanos”).

Gran parte de los análisis políticos sobre el apresamiento de los pandilleros en El Salvador se han centrado en las actuaciones antidemocráticas de Nayib Bukele –que ha dado suficientes señales de un viraje hacia el autoritarismo–. Pero me temo que esa es otra discusión, pues la eliminación de la delincuencia parece más una necesidad histórica, que solo un ejercicio de poder. Aunque es evidente que él usa mecanismos extralegales para adquirir mayor popularidad, no sabemos cuán sostenible es la represión, ni sus consecuencias a largo plazo. 

Creo que este tema debe analizarse de modo particular. Como se analiza una guerra (que es como la ha llamado el mandatario centroamericano). Una guerra del Estado contra una organización criminal de más de 70,000 personas; cuyo objetivo es acabar con la delincuencia en un país que hasta hace poco ocupaba los primeros puestos de peligrosidad. Pese a que el método utilizado en el apresamiento masivo -y en algunos casos indiscriminado e injusto- podría asociarse al usado en las dictaduras, en esta guerra no se desaparece a disidentes políticos o ideológicos, se enchirona a asesinos. La razón de Estado y su capacidad coercitiva tienen pues, grados que diferenciar. Aunque el costo futuro puede ser igual de grande.

En 2015, la Corte Suprema de El Salvador consideró como “organizaciones terroristas” a las maras (que llevan 30 años causando zozobra en los salvadoreños). Involucrados en el narcotráfico y el crimen organizado, estos “jovenzuelos en situación de criminalidad callejera” han causado miles de muertes violentas, extorsiones y secuestros. Quizás habría que examinar si la pelea en esta guerra no responde a algo más que al espíritu antidemocrático de Bukele. No se puede pues analizar la guerra en Ucrania a partir del carácter déspota de Putin o de la composición del Parlamento ruso, pues se derrocha mucho fondo.

La ausencia del debido proceso; el abuso policial; y el atropello de la dignidad de los presos, muchos de ellos inocentes (expuestos como ganado con el torso desnudo para que quedara claro que los tatuados perdían ahora) produjo indignación. Una indignación que tal vez no alcanzaría si se apilara y pusiera a la vista a los miles de muertos puestos por esos reclusos.

El Faro, periódico salvadoreño, ha sostenido que las estructuras de las maras “han sido seriamente debilitadas y que su presencia ya es mínima o nula en los territorios que controlaron durante décadas, lo que supone un cambio fundamental en la vida de los salvadoreños”. Luego, continúa con lo siguiente: “La desarticulación de las pandillas tiene una enorme capacidad de transformación en la vida de un país (…)”. Pero, se queja, “hemos tenido que ceder nuestra democracia…”.

El mismo periódico alerta que “los salvadoreños han renunciado a la presunción de inocencia; a juicios justos; a tener instancias que controlen y sancionen los abusos cometidos desde el Gobierno; al Estado de Derecho, que supone el respeto a la ley y a la Constitución; a la separación de poderes; a los mecanismos contemplados para combatir la corrupción (…)”.

En otros países de la región también hemos renunciado hace décadas –en mayor o menor medida– a esos valores democráticos. Aun así, nuestros índices de criminalidad no bajan. El Salvador ha perdido mucho espacio en la esfera democrática, lo que puede resultar funesto, pero ha recuperado la esfera de la seguridad. Comparto la inquietud de la comunidad internacional, que basa su preocupación en principios universales (que pueden resultar algo abstractos por estos lados). Pero presumo que si le preguntan a una madre salvadoreña, aceptará no poder acudir regularmente a las urnas electorales, a cambio de no tener que asistir a la morgue. 

Daniela Murialdo es abogada y escritora 



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