Hemos podido ver que no solo personas comunes y mortales, sino jueces y –hay que ser equitativo– juezas, pueden descompensarse desvanecerse, colapsar, justo antes, durante o después de presentarse a declarar ante otros jueces, por dudas, sospechas o indicios de que hubiesen cometido delitos. Ese es el espectáculo que ha ofrecido la televisión durante junio, exponiendo a solemnes miembros de la justicia transitando de los severos despachos de la Judicatura a ululantes ambulancias, que los han dejado en asépticos y albos recintos de emergencias o cuidados intensivos.
De allí se irán –o ya se han ido– a casa, a cumplir austeros y discretos arrestos domiciliarios.
Ese es el recorrido, garantizado, para quienes tienen influencias, poder, dinero –generalmente los tres– cuando son convocados a rendir cuentas por huellas de transgresiones legales, que de tan grandes o violentas resultan inocultables. Cuando un mortal no puede ofrecer o demostrar las virtudes de un juez, alto funcionario o ejecutivo de algo; no sirve de nada tener padecimientos de salud, reales o fingidos. Después del juzgado va a parar directamente a sombrías celdas, enfrentando muchas veces torturas y abandono hasta morir, como le ocurrió a Marco Antonio Aramayo, exdirector del Fondo Indígena.
Capturado por un aparato judicial, sumiso a instrucciones de esconder las huellas de la responsabilidad del expresidente Morales Ayma y de su ministro Arce Catacora en el desfalco de ese Fondo, Aramayo fue privado de los cuidados básicos que verdaderamente requería su quebrantada salud. En esas condiciones fue conducirlo a la muerte, en 2022, después de siete años de cárcel por 256 juicios que soportó por denunciar la corrupción en esa institución.
Para él, como para tantos otros, no hay ambulancias, médicos ni cuidados de ningún tipo. En vez se suministran grandes dosis de abandono, silenciamiento y martirio.
El derrumbe interno del aparato de poder construido por el MAS abre resquicios para que uno de los consorcios jurídicos articulado por y para el régimen sea puesto en evidencia y algunos de sus componentes sean sacrificados, después de haber prestado servicios tan importantes, como decisiones y sentencias, que le han privado al Legislativo de su capacidad para fiscalizar. Con ese historial es muy difícil que después de la exposición pública, la clínica y el arraigo en casa haya otras sanciones.
Si el actual Presidente tuviera, en algún momento, que explicar de verdad cómo –al margen de influencias y poder político–un prudente banco privado aprobó créditos por nueve millones de dólares a sus dos hijos menores, se espera que la tradición de guante blanco con que se juzga y se trata a una estrecha franja de la sociedad, le permitirá desmayarse o, mejor, desvanecerse, si sus justificaciones siguen siendo tan débiles y superficiales, como hasta ahora.
Puede decirse que más que insatisfactorias, es difícil entender sus explicaciones. El presidente ha dicho sobre el tema: “En este tipo de proyectos, lo que interesa es la solvencia del proyecto, la rentabilidad que puede dar o no el proyecto, y eso lo evalúa el banco (…). El patrimonio (del solicitante del crédito) no es determinante”. Inmediatamente cabe preguntar si la “solvencia” del único conocido de tales proyectos (propiedad Adán y Eva) permite evadir las normas para dedicar la tierra a un uso distinto al que le fija la ley; o realizar incendios en medio de la pausa ambiental obligatoria decretada por el papá del dueño actual.
¿Qué tipo de innovación tecnológica, descubrimiento o invención permite pagar intereses anuales de uno o más millones de dólares y asegurar el retorno del capital? ¿En qué es diferente esta operación de aquellas que llevaron a hundirse al banco Fassil, que también otorgaba grandes facilidades a supuestos noveles emprendedores?
Si la familia presidencial ha encontrado una fórmula legítima que permita a los jóvenes profesionales no enfrentar la desesperación del desempleo, sino la amplitud y apertura de unas instituciones financieras, habitualmente hoscas y roñosas, está obligada a compartirla.
Así borrará de una sola vez cualquier sombra de quebranto económico y, seguramente, se reconocerá su genio y se pedirá al presidente que no se vaya o vuelva. Ni siquiera necesitará el apoyo de los cinco autoprorrogados del TCP, que podrán desmayarse e irse después tranquilamente a casa cuando les toque, si les toca, rendir cuentas.
Roger Cortez es investigador y docente.