Mis papás se divorciaron cuando yo tenía ocho años. Como soy la mayor, me encargué de concentrar todo el drama, mientras mi hermana veía como intrigante aventura el futuro dividido en dos. Lo que para mí nunca resultó fácil. Aunque meses después me acostumbré a nuestra devolución al hogar materno los domingos por la noche, luego del fin de semana con un padre soltero, aprendiz de cocinero e improvisado amenizador, que ahora dejaba de lado libros de marxismo y periódicos para dedicar por completo sus horas a los juegos de mesa y salidas al campo.
Y ya estando todo bien organizado, mi mamá volvió a enamorarse. Cayetano, el novio boliviano, entraba de puntillas a nuestras vidas. Fue cauto hasta la mañana del 19 de septiembre de 1985, en la que el suelo de Ciudad de México empezó a partirse. Mi hermana y yo –en uniformes escolares– siguiendo el “procedimiento para sismos” tantas veces practicado, que dejaba de ser simple simulacro, nos resguardábamos debajo del marco de nuestra puerta en el instante en el que un tipo en camiseta y con piernas flacas salía agitado (presumo por el pánico…) de la habitación de enfrente. Años después, entendí que no era la primera vez que Cayetano dormía en casa, pero que con el terremoto, su instinto de conservación había podido más que la emoción adolescente de esconderse en el ropero (para ocultarse no de los padres de su chica, sino de las hijas).
Pasado el abatimiento por la tragedia, que había traído huéspedes ocasionales sin techo; y con Cayetano de vuelta, inicié una cruzada contra ese invasor chuquisaqueño. Para ello, recurrí a un “traductor de la ira” (como al que Obama acudía para que expresara por él, lo que realmente pensaba de los republicanos, mientras su carismática sonrisa no sufría mueca alguna).
Nunca jugué con muñecas de ningún tipo, sin embargo, meses antes de la invasión, me regalaron un muñeco de esos que nacían de repollos, y llegaban con acta de nacimiento y papeles de adopción. Se llamaba Lorenzo. Lorenzo hablaba (yo le prestaba voz), así que él se encargaría de traducir la rabia que yo cargaba y de defender el territorio que creía aún le pertenecía a mi papá. Yo cultivaba una imagen parecida a la de la princesa Leonor de Asturias, en tanto Lorenzo profería al intruso un “¡pa’ qué has venido pendejo!”, “¡deberías buscarte otra novia güey!”. Lorenzo comenzó a dormir en la cama de mi mamá (o eso creía yo) y a acaparar las conversaciones en las comidas.
No sé si por haber vivido antes un campo de concentración, Cayetano mantuvo –en esa etapa de conquista– una contención tibetana; y solo amenazaba de vez en cuando con lanzar a Lorenzo al inodoro.
Pero al poco tiempo advertí que lo mío era una lucha ajena y sobre todo falaz. Le tenía cariño a Cayetano y ya no sentía ira. Si quería seguir, debía contar con órdenes superiores que me obligaran a rechazarlo, porque a mí ya no me daban las fuerzas ni las ganas. Entonces instruí a Lorenzo la retirada. Había salido de esa batalla como salió Napoleón de Moscú en 1812, desde donde retrocedió perdidoso sin haber siquiera peleado con el enemigo.
Quizás cuando alguna revista o un periódico me den su edición completa, pueda explicarles lo que Cayetano significó tan positivamente para mí. Tal vez ahí les hable de cómo mi papá fabricó la obra gruesa y él se encargó de la obra fina. Les contaré de su militancia cuando debía protegernos. De su compenetración en nuestras charlas y de su interés en enseñarme cosas, aunque llegaran con exagerada vehemencia. Su frase, horas antes de morir –mientras me despedía de él– fue “gracias guagua”. Lástima su error de último momento. La que daba las gracias era yo. Y se lo dije. También pude decirle que lo extrañaría mucho. Las dos cosas siguen siendo verdad.
Daniela Murialdo es abogada.
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