Las campanas de la iglesia de mi pueblo no suenan: hablan. Y cuando hablan, no lo hacen al aire, sino al alma. Cada tañido tiene un sentido, una emoción, una memoria fundida en metal.
Para anunciar la muerte, la campana mayor –una mole suspendida de casi dos metros – lanza un golpe hondo, grave, que parte en dos la rutina del valle. Es un lamento metálico que queda suspendido en el aire, como si el tiempo se detuviera para acompañar a quien parte. Luego, un silencio denso de cinco segundos. Entonces, la campana pequeña responde con tres toques lentos, pausados; otros tres, y otros tres más. Y al final, vuelve a hablar la campana grande:
TON... tan… tan, tan... tan… tan, tan... tan… tan, tan... TON.
Ese eco, que parece subir desde la tierra hasta el cielo, avisa a San Pedro que prepare las llaves: hay visita. Las campanas no suenan, lloran. Lloran durante cinco minutos cada tres horas hasta que el alma abandona definitivamente el pueblo.
Pero cuando la vida florece de alegría –cuando es hora de aprender o jugar –, la campana chica ríe con voz aguda y vivaz: tin, tin, tin, tin. Una carcajada metálica recorre las calles, despierta a los niños, empuja los cuerpos al recreo, activa la mente. Suena a dopamina, a alegría, a comunidad viva.
Y cuando algo urge, cuando el peligro asoma o el pueblo debe reunirse, la campana mayor sacude el aire con un repique que ya no es sonido, sino grito:
TON, TON, TON, TON, TON.
Es un llamado, una orden, una súplica. No admite espera. Es la urgencia convocando a todos.
Desde 1791, año en que fue concluido el Templo Colonial San Juan Bautista, esas dos campanas marcan el tiempo y el alma de Pocoata, Potosí. Durante 234 años han anunciado nacimientos, bodas, incendios, misas, agonías, despedidas. Y hoy temen, silenciosamente, que algún día se les asigne una última tarea: tocar el réquiem del templo donde cuelgan.
El templo fue construido por el arquitecto Joaquín Marín, el mismo que edificó la torre sur de la catedral de Nuestra Señora de la Asunción, en Córdoba, Argentina. Trabajó en Pocoata entre 1779 y 1791, y de su mano nació una joya neoclásica con adornos barrocos. El 31 de enero de 1945, una ley lo declaró Monumento Nacional. La firmó el entonces presidente teniente coronel Gualberto Villarroel.
Según los franceses Tristan Platt, Thérèse Bouysse-Cassagne y Olivia Harris en su libro Historia antropológica de una confederación aymara – Qaraqara-Charka, fue Don Fernando Chinchi II quien mandó construir la iglesia; exigió que fuera “la más imponente de la provincia... con capillas ricas, adornos de plata labrada y muchas piñas doradas”.
El cura Francisco Javier Troncoso escribió en 1791: “no es de madera, sino de yeso y ladrillo, pues aún en esto he querido mirar por la mayor duración y firmeza”. Añadió que sus molduras, estípites, pedestales y pinturas esmaltadas en oro fueron pensadas para resistir incluso el fuego.
Pero antes de la Guerra del Chaco (1932–1935) se derrumbó la espadaña. Desde entonces, el templo se fue deteriorando, pero nunca cayó del todo. En 1993, llegó a Pocoata el párroco alemán Ibbes Anderson. Quedó conmovido por la belleza herida del templo y reconstruyó, con el apoyo de algunos vecinos, la espadaña caída, las graderías de la torre y la cúpula blanca.
Hoy, su fachada sigue imponente. Pero por dentro, el templo sufre: las paredes están picadas, los dorados del altar han perdido su brillo, la pila bautismal ya no existe, las arañas y candelabros desaparecieron, y los cuadros únicos del maestro Melchor Pérez de Holguín fueron trasladados a Potosí.
Aun así, un grupo de vecinos resiste. Organizan actividades, buscan apoyo y sueñan con restaurar el templo. Avanzan despacio, faltan recursos, pero sobra corazón. Los pocoateños han decidido tocar las puertas de la cooperación internacional –sobre todo española– con la esperanza de salvar este monumento vivo, testigo de una parte de la historia de Bolivia.
Las campanas de la iglesia de mi pueblo no suenan: hablan. Hablan de vida, de muerte, de fiesta, de miedo, de fe. Y yo solo pido que nunca tengan que tocar el fin de su propio templo.
Andrés Gómez es periodista.