La Paz, 04 de octubre de 2024
La gestión pública se evalúa tanto en los
aspectos de su proceso, como en los de la ejecución de las acciones y del
impacto de estas en la solución de los problemas. Para esto último, es
necesario partir de indicadores situacionales, sin los cuales no es posible una
buena planificación ni la mencionada evaluación.
La gestión pública no se reduce a lo que en Bolivia establece la Ley 1178 de Administración y Control Gubernamental de 1990. Este es únicamente el modelo adoptado por la tecnocracia de fines de los 80 y los 90. La gestión es un proceso que pasa por un diagnóstico situacional, la planificación pública, la ejecución de las acciones planificadas y la evaluación. El primero implica recabar datos para, con base en ellos, identificar los problemas. Sólo con esto, los objetivos en la planificación podrán señalar metas con sus correspondientes indicadores, para que así el conjunto de acciones pueda estar orientado a alcanzar esas metas de solución de los problemas. Esto es así en función de los principios de “compromiso e interés social, ética, transparencia, igualdad, competencia, eficiencia, calidad, honestidad, responsabilidad y resultados” (CPE, art. 232) que rigen la administración pública en Bolivia.
De esa manera, cuando un gobernante (alcalde, gobernador o presidente) haga gestión ejecutiva, podrá identificar los problemas basándose en evidencias, podrá trazar objetivos de su gestión con determinadas metas e indicadores y, siendo así, podrán él mismo, los fiscalizadores y la propia sociedad civil evaluar una gestión, determinando la medida en que está logrando alcanzar metas y solucionar los problemas de su territorio, en el ámbito de sus competencias. A eso es a lo que se le denomina evaluación de impacto de la gestión pública.
Esta es la evaluación importante, la que le interesa a la ciudadanía y la que debería interesar a los respectivos fiscalizadores (órganos legislativos). Sin embargo, estos y el Gobierno central en Bolivia evalúan una gestión en función de la ejecución física y presupuestaria (evaluación de resultados). Es decir, se fijan en cuánto por ciento de las acciones del plan se han ejecutado y qué porcentaje del dinero presupuestado se ha gastado pagando a los proveedores y empresas constructoras. Esto no le interesa a la ciudadanía, porque una buena ejecución no necesariamente implica que se solucionan los problemas de su realidad. Lo importante no es la ejecución del plan (que se verifica mediante la evaluación de resultados), sino la solución de los problemas (que se corrobora mediante la evaluación de impacto).
Además de esos dos tipos de evaluación, existe una tercera dedicada a garantizar que las acciones planificadas se ejecuten. Se le conoce como la evaluación de proceso. Dado que la flexibilidad es un principio característico de la planificación, los planes pueden modificarse las veces que sea necesario, aunque, para que no se abuse de esto y dar cierto orden, las normas de planificación suelen establecer un máximo de reformulados del Plan Operativo Anual (POA), lo que también se puede hacer para los planes a mediano (los a 5 años) y largo plazo (los a 25 años). De esa manera, si una acción planificada no tiene suficiente presupuesto o las cuestiones técnico-legales del terreno o del objeto de gasto no habilitan su ejecución, puede declinarse o posponerse para otro periodo de planificación. También puede ocurrir que se cuenta con recursos adicionales. Así, distintas situaciones pueden ocasionar que se excluyan, modifiquen o añadan acciones e, incluso, ajustar metas. De ese modo, un plan termina siendo siempre eficaz, garantizando su ejecución, bajo la aspiración de lograrlo en un cien por ciento. Es decir, una buena evaluación de proceso y una buena reformulación pueden ayudar a reflejar éxito en la evaluación de resultados, aunque, como ya se dijo, no necesariamente en tener éxito en la solución de los problemas de la realidad, requiriéndose para esto un buen diagnóstico situacional y un buen trazado de metas e indicadores en los objetivos del plan.
Por todo lo dicho, la gestión pública debe cumplir con el proceso mencionado y, entre esto, contar con una evaluación integral que incluya la evaluación de proceso, la de resultados y la de impacto en la solución de los problemas, siendo las primeras dos únicamente para cuestiones de control ejecutivo y de interés interno, mientras que la última es la fundamental, la que interesa a la ciudadanía y la que debería interesar a sus representantes políticos (legisladores que fiscalizan a cada ejecutivo).
Carlos Bellott es constitucionalista en temas de organización y funcionamiento del Estado.