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Cartuchos de Harina | 11/05/2019

Esos derechos laborales de papel

Gonzalo Mendieta Romero
Gonzalo Mendieta Romero
Las élites sindicales son un actor central desde los años 30. No concertar con esas novedosas élites fue (como ocurrió igual después, con otros protagonistas) una de las causas del suicidio –sin la altivez de Alan– de los partidos liberal-conservadores pre 52 (con estoicismo, presumo que nadie me invitará a dar una ponencia sobre tesis tan sabidas como éstas; ni siquiera la Vicepresidencia, que chochea criticando el pasado).
Así surgieron los derechos sociales, también como espejo de las disputas europeas. Leyendo acerca de la revolución de 1848 en Francia se encuentran símiles con las batallas sindicales bolivianas, iniciadas en los años 20 (del siglo XX) por la creación del Ministerio de Trabajo o por que el Estado regulase el mercado laboral (lo que antes era un anatema para los liberales. Y en eso algunos liberales se parecen a cierta izquierda: solo evocan a sus antecesores si quedan bien hoy). Luego vino la influencia de la Carta del Lavoro de Mussolini en la legislación latinoamericana.

Nuestras necesidades políticas y sociales se conjugaron, como siempre, con la importación (y rara vez con un diálogo independiente) de ideas de Europa o Buenos Aires, a falta de un surtidor ideológico que atendiera aquí (esa tradición no ha cambiado. La cifra de intelectuales ha crecido, sus hábitos no tanto).

Con los ajustes de los años 80, las élites sindicales fueron expulsadas del Estado que contribuyeron a remodelar en 1952. La hiperinflación y la debacle de la UDP se resolvieron en su contra, entre otras cosas porque, apostando por la revolución obrero-campesina o por cercar al Estado, las direcciones sindicales permitieron que el país dedujera que la crisis no se remontaba ni a bala con aquéllas al mando (fue una imprevista variante laboral-sindical del dicho “nadie sabe para quién trabaja”).

Después de ese largo exordio (y eso que no aludí a la Colonia, aunque políticamente sea rentable), llegamos al gobierno del MAS, cuando las élites sindicales regresaron al poder por el origen político del Presidente y de un buen número de sus achichincles. Además, dada la incidencia real del sindicalismo, a la sazón menos obrero que campesino, era hasta una anomalía que esa fuerza social no gozara de presencia estatal (porque, suena mal, pero en el poder se reúnen o sacuden los fuertes; los demás acatan, si no se avispan, acoplan o agrupan).

Es comprensible así que el Gobierno recogiera la jerga sindical, quemara simbólicamente y en papel el 21060, por lo menos sus artículos laborales (en una jornada de sahumerios, según la recuerdo entre brumas); también que usara el derecho laboral como placebo, en lugar de la revolución (en una variante, sin marqueses ni guillotina, del dicho “a falta de panes, buenas son las tortas”, cuyo origen, lo saben, se atribuye a María Antonieta).

El derecho laboral, nacido para equilibrar la desigualdad entre poderosos patronos y desarrapados trabajadores, sirvió además para construir un remozado edificio simbólico (y así, si con los liberales gobernaban empresarios, Evo reina con sindicalistas, en ese esfuerzo perenne -y algo soporífero- de remedar el ciclo político anterior, pero al revés).

La vaina es que la profusión de decretos laborales, macanudos en el papel, ya no aprieta solo a la gran empresa. Contra el discurso oficial, joroba más a personajes modestos, como quien posee un restaurante o instala un taller. Las petroleras lucran sin emplear a mucha gente y, en general, la gran empresa aguanta la hiperregulación laboral (que el Gobierno levanta como trofeo) o simplemente retira empleados (como la PIL). El costo (que no interesa al Estado) es ilegalizar a las pequeñas empresas, que ofertan la mayor parte del empleo; premiar a los trabajadores antiguos, a costa de los jóvenes; y que la mayoría labure en negro, como en las cooperativas mineras.

La suerte es que no nos tiene que preocupar porque otro hábito intelectual escaso entre nosotros es el empirismo. Importa menos el efecto de una norma en los débiles que decir que se está a favor de ellos.

Gonzalo Mendieta Romero



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