Hace más de una veintena de años había sobreoferta de consultores para el Estado. El MAS hizo luego más duro ese mercado, pero parece que la demanda se flexibilizará de nuevo, para algarabía de las clases medias urbanas y profesionales. Para ellas, dejar atrás la subordinación y constancia bajo el puño de los dirigentes sociales será casi una señal de equidad divina. A lo mejor hasta retornemos a las iglesias por eso.
Los recursos humanos no son secundarios, pero la política no se reduce a la elaboración y exposición de planes, ni al brillo intelectual. Si así fuera, Carlos Montenegro habría liderado la revolución de 1952 o en 1985 Juan Cariaga, el ministro de Finanzas, hubiera sido presidente y no Paz Estenssoro. Evo tampoco fue el achichincle (del náhuatl: ayuco servicial) de García Linera o de Luis Arce; más bien fue un tantito al revés. En la pega de los mandatarios está abrir senda, representar y simbolizar. El racionalismo plano, la jerga de especialistas o tecnoadictos no abastece.
Ahora que volvemos a las añejas y, sensiblemente, necesarias recetas económicas, hay que hacer campito a disquisiciones menos circunstanciales. Porque ya estuvimos antes en este lugar: soñar con convertir este país nacionalista y colectivista en el edén de la iniciativa privada. Ojo que no hablo de los años 80, sino de los 50, para probar mi punto en exceso.
Si no les provoco mucha confianza lean este pasaje de una reseña del libro de George Jackson Eder, autor del programa de estabilización de 1956, bajo la presidencia de Hernán Siles: “Eder formula el persuasivo caso de que el tratamiento de shock era necesario para detener la inflación, pero él deja claro también que su programa tuvo igualmente objetivos más amplios; esto es: ‘Bolivia ya no tenía riesgos de dirigirse hacia una economía de libre empresa. De ahí, podía evitar permanente y efectivamente cualquier expansión adicional de las empresas estatales’”.
Por el raquítico éxito de esas palabras, el nudo a desatar ahora es el mismo: la arraigada cultura de que antes que producir, la nación ha de evitar el saqueo de sus recursos. Ese complejo viene de la historia potosina y se ha reforzado un sinfín de veces. Estuvo detrás de cada reacción nacionalizadora contra la apertura de la economía. Es el trauma revivido en la pérdida del mar; el que llevó a tumbar la exportación de gas por Chile en 2003, aunque los minerales bolivianos crucen secularmente esa misma ruta.
El miedo al despojo es una herida transgeneracional en Bolivia, así como la desconfianza del extranjero, del “rapaz colonizador”. Esa aprensión gatilla eso que el historiador bolivianista de Oxford, James Dunkerley, llama el “síndrome potosino”: un “proteccionismo telúrico”, el pánico de que fuerzas externas se apoderen de nuestra riqueza. Un “estilo paranoide” en la política boliviana, con todas las “cualidades de afiebrada exageración, sospecha y sentimiento de persecución”.
Ese recelo ha consagrado en la Constitución que sea traición a la patria otorgar derechos a los privados sobre los recursos naturales, salvo en condiciones gravosas y patrulladas. Es la fijación –no exenta de ejemplos, lamentablemente– de que además los cipayos harán su agosto junto a los foráneos.
Si le añadimos la propensión a victimizarnos y a corear hasta en el himno que somos una tierra inocente y hermosa –la autoimagen de “ingenuos abusados” nos persigue siquiera desde la Independencia–, el menú está servido para repetir la tradición. De hecho, la izquierda nacionalista ya sabe desde cuál marco narrativo fusilará las pretensiones de fundar un (otro) ciclo liberal.
Además de repasar somníferos power points con cifras para recitar, los candidatos harían bien en reparar en la experiencia histórica. Para eso hay incluso una breve lectura: Bolivia, revirtiendo traumas de Bruno Boccara (Plural, 2013). Los políticos que, por cómo hablan, denotan sus apuros para abordar literatura más larga que un tuit en la red X, pueden acudir a un lugarteniente con disciplina de estudio o a la IA. Y si no, finalmente, a un achichincle que haga el resumen.
Gonzalo Mendieta Romero es abogado.