La última vez que fui a Oaxaca quedé maravillado con la cantidad y calidad de chapulines fritos listos para comer que se vendían en la puerta del mercado principal. Había grandes, pequeños, enchilados, con limón y sal, naturales. Me ha pasado muchas veces en distintos lugares: con la papa en cualquier puesto paceño, con los quesos en alguna tienda en París, con los tejidos en Chiapas.
El caso es que la semana pasada estuve unos días en Guanajuato. A la hora de cenar, me tocó ir a comprar choclos –elotes, como se dice en México– para la cena familiar. Me encontré con un puesto en el mercado cuyos olores me cautivaron metros antes de llegar. Lo que me sorprendió fue la variedad de su oferta. Había siete opciones. Elotes hervidos o pasados por el carbón, clavados en un pequeño palo que sirve como mango; esquites –que son los granos del maíz ya separados del marlo– cocidos de múltiples formas: hervidos con epazote, con mantequilla y azúcar, puros sin nada más que agua y sal, guisados con carne o con tuétano.
Todas las opciones se lucían en distintos recipientes, calientes, olorosas, vistosas tentadoras. Difícil elegir. Y entre las ollas, en una maderita que servía de estante, había trece potenciales compañías: mantequilla, mayonesa, limón, queso, chamoy (condimento de frutas secas y chiles), maní, mango picado, piña picada, salsa Valentina, Tajín (condimento ligeramente picante), y varios tipos de chile en polvo (de los que pican mucho, poquito o nada, “sólo dan sabor”). Adivinaron, quedé mareado con tantas posibilidades, o más bien con ganas de volver cada noche y pedirme algo diferente.
Pero ahí no termina la historia. Resulta que mientras tomaba la difícil decisión, tratando de escoger lo que gustaría a todos los miembros de mi familia, llegaron dos personas cuyos pedidos me sorprendieron. Por un lado, una pareja solicitó unos Doritos, que, para quien no los conoce, son pequeños pedazos –normalmente triangulares– de tortilla de maíz muy tostada polvoreada con condimento picoso. El vendedor cortó horizontalmente el empaque industrial de los famosos Doritos, les puso una buena cucharada de esquites naturales, mayonesa y limón. Y luego vino lo mejor: el otro cliente pidió una sopa Maruchan. Sí, tal cual. El marchante tomó los afamados fideos japoneses en su envase de poliestireno que parece un plato sopero, le añadió el caldo de los elotes hirviendo para que se cuezan instantáneamente, lo cubrió con esquites, los aderezó con limón, crema y chile. Ambos se fueron saboreando su compra.
Mientras volvía a casa con mi mandado, pensaba en el episodio culinario que acababa de presenciar. En México, donde la cultura del maíz es dominante en todas sus presentaciones, el vendedor mezclaba los esquites a su antojo, sea con uno de los productos “chatarra” más expandidos de notable éxito comercial -como los Doritos-, o con el fideo estrella japonés que ha sido un bien recibido por doquier. Todo mediado por la estrategia comercial de una familia que comercia elotes en una esquina del mercado, y consumidores que, más allá de toda consideración nacionalista o culturalista, mezcla sabores y tradiciones a su antojo.
Repetiré una verdad de Perogrullo para los sociólogos: la cultura no pide permiso, no es estática, fluye, cambia, se adapta, se reinventa, se re-crea. Lo maravilloso es que podemos observar sus adaptaciones diariamente, sólo hay que afinar la mirada, sacudirse de los dogmas, y dejarse llevar por los sabores y las innovaciones.
Volví a la noche siguiente. Adivinen qué me pedí.
Hugo José Suárez es investigador de la UNAM y miembro de la Academia Boliviana de la Lengua.