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Diario vagabundo | 10/04/2025

San Shakira factura

Hugo José Suárez
Hugo José Suárez

Cuando supe que Shakira daría un concierto en la Ciudad de México, compré un boleto sin dudar. No es que sea un seguidor ciego, pero no son pocas las ocasiones en las que he cantado sus canciones a voz en cuello, he repetido sus letras y he fantaseado con sus historias. Y demás decirlo: su sensualidad es simplemente desbordante.

Llega el día. Voy con mi hija y varios amigos. En el camino, los niños en el coche cantan demostrando un conocimiento mucho más detallado que el mío en el tema. Antes de llegar a la puerta, nos espera un túnel con decenas de quioscos que ofrecen productos vinculados a la cantante: poleras, bolsas, tazas, vasos, mochilas, afiches, pelucas moradas. Todo lo que guarde el recuerdo de lo que viviremos. Está claro: no sólo ella factura, a su lado se monta el comercio informal mexicano que saca provecho de su imagen.

Cuando estoy en el centro del recinto, procedo con mi observación de sociología básica. La mayoría de las personas son de clase media para arriba, pocas expresiones populares. La edad oscila entre los 30 y 55 años –estoy en el límite–. Hay algunos niños acompañados de sus padres. Pocos tienen algo especial en su tenida, están vestidos de fiesta, nada más, a lo sumo las pelucas moradas y caderín. Un 60% de las personas son mujeres.

El espectáculo empieza acompañado de gritos. Somos, según dicen, 65.000 almas reunidos por una mujer. La veo al fondo, diminuta (y eso que no estoy muy atrás). Como soy alto, mi vista esquiva los brazos levantados con celulares que filman el momento. Imagino que los demás no ven nada, sólo registran para reproducir después fragmentos del concierto en sus redes. Eso sí, la enorme pantalla del centro proyecta lo que está pasando en el escenario.

La experiencia es especial, no me quejo, la disfruto. Pero me da la impresión de estar en un evento no a escala humana. He visto muchos conciertos, desde U2 hasta Caetano Veloso, en México, en Bolivia o en Europa, cada uno con su estilo. Siempre son momentos de masa frente al mito, pero aquí la distancia es exagerada, la tecnología tiene un rol demasiado protagónico, me pregunto si Shakira en verdad está ahí. Recuerdo que en un concierto de los Rolling Stones en Bélgica, luego del espectáculo de luces, se apagó todo, quedaron los músicos con sus instrumentos, en una tarima al centro del público, y empezaron a tocar. Fue impresionante, ellos y nosotros, pura melodía, pura poesía. Aquí la atención se dispersaba; entre el baile, la sensualidad, las luces y los videos, el espectador –al menos yo– quedaba confundido.

Me perdí de muchas canciones. Tal vez conocía no más del 40% de los temas. Es que me quedé en la primera Shakira, con aquella que con su guitarra, su pantalón negro, su cabello desordenado, su voz, sus historias y su cintura, desafiaba al mundo. Me quedé con la promesa, me perdí en el resultado.

Shakira tuvo la opción: renovar el rock latinoamericano o incorporarse al mercado norteamericano como la latina sensual, sometiéndose a sus exigencias. Lo dijo en el concierto: quería cambiar el mundo y el mundo la cambió, o más bien se la comió, la convirtió en el producto comercial más exitoso de la música latina en Estados Unidos. Enroque: de Barranquilla a Miami. Pudo dialogar con Gustavo Cerati, homenajear a Chavela Vargas, soñar con Elis Regina; prefirió competir con Madonna desde el encanto colombiano. Cada quien escoge su rival. Pudo afinar la voz, complejizar la composición, elevar sus palabras; prefirió destacar la danza, explotar el cuerpo, encender los reflectores. Olvidó lo que decía Octavio Paz: mucha luz enceguece. La comprendo, imposible competir contra el éxito, inevitable sucumbir ante la fama.

Su último álbum tal vez es la cúspide de esa agenda. Volvió público lo íntimo, sacó provecho de su llanto para transformarlo en divisas. Hizo magia: convirtió la ruptura amorosa en éxtasis, las lágrimas en monedas. Se montó en el lenguaje de moda, en la trama de telenovela, simplona, conservadora, evidente, pero eficaz. Abandonó la poesía, se abandonó a sí misma, dio la espalda a su pasado. El resultado fue impecable, además batir récord en ventas. Y en algún momento todo el estadio gritaba: “¡chingue su madre Piqué!”.

Y dio un paso adelante. Si bien todo artista coquetea con la figura del profeta, pocos se atreven a encarnarlo. Shakira lo hizo. En algún momento del espectáculo, en las enormes pantallas salían sus 10 mandamientos, una mezcla de máximas morales y mensajes de autoayuda, y al terminar la música, quedaba en la pantalla una loba enorme, como una estatua que merecía veneración. La loba empezó a recolectar devotos. Mientras nos retirábamos, entre los pasillos de quioscos apareció un joven vendiendo estampitas de San Shakira, con atuendos de virgen y las manos en posición de rezo.

En fin, volví a casa confundido, no sabía si fui a un concierto, a una ceremonia religiosa o a un mitin ideológico. Tal vez simplemente era una híbrida combinación posmoderna. No se engañen: disfruté muchísimo. Canté, bailé, grité. Terminé ronco y cansado, sin que me importara ser parte de quienes colaboraron a que la gran Shakira facture. Finalmente eso somos: emociones; y la loba, en eso, es una maestra.

Hugo José Suárez, investigador de la UNAM, es miembro de la Academia Boliviana de la Lengua.



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