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La madriguera del tlacuache | 21/04/2024

El cachascán como formato de una mala entrevista

Daniela Murialdo
Daniela Murialdo

Recuerdo una única “Barricada” –el programa de radio (por ahora en suspenso) en el que la anfitriona, María Galindo, tiene como objetivo exclusivo aniquilar al entrevistado incauto, pero sobre todo temeroso, que acude al llamado para eludir el escarnio público que supondría su ausencia (así, parece mejor bancarse una sola humillación, aunque esta dure largos y tortuosos sesenta minutos) –. El interpelado era el entonces canciller, David Choquehuanca. El político llevaba tiempo exponiendo su pertenencia a la cultura del chacha-warmi (varón-mujer); e impulsando la necesidad de la armonización con la naturaleza.

En esa medida, el “encuentro” se desarrolló en dos esferas distintas. La conductora le espetaba que las lesbianas –como ella– no tenían lugar en el mundo aymara y él, sin el menor gesto de duda, inseguridad o culpa, respondía que efectivamente así era. Ella elevaba el volumen por su desconcierto e insistía y la respuesta del excanciller no variaba. Y es que ambos “conversaban” desde dos estadios distintos, hablaban diferentes lenguajes y bajo códigos opuestos.

Me vino a la memoria aquello mientras escuchaba, hace ya varios meses, una entrevista que le hizo el mordaz comentarista político, Tucker Carlson, a una activista que se quejaba porque no era suficiente lo que se había hecho en pro de un “non-sexist language”. La invitada promovía la expulsión del vocablo “man” de todas aquellas palabras no relacionadas a lo masculino. Pues creía que eliminando ese término, asociado con un hombre adulto, “las cosas mejorarían y muchos se sentirían menos ofendidos”.

A diferencia de Galindo, Carlson no se desespera. Y no se desgasta intentando sin éxito atraer a la entrevistada a su zona de racionalidad. Tucker parece divertirse siguiendo la corriente y le pregunta a su interlocutora, por ejemplo, que qué pasaba con los habitantes de Man-chester; a lo que ella –inamovible (igual que  Choquehuanca)– responde: “pues deberían cambiar el nombre de la ciudad, en tanto la composición de la palabra podría estar ofendiendo a un grupo de personas”. 

El presentador de noticias estadounidense, con algo más de audiencia, y más seguridad personal que nuestra radialista local, no discute en cámaras, pero pone en evidencia lo que para él resulta un absurdo: que en la línea de su invitada cualquier grupo pequeño de “unhappy people” puede llegar a controlar al resto. La muchacha, que no advierte el sarcasmo de su entrevistador, contesta que ese grupo pequeño de disconformes puede estar creciendo; que los tiempos están cambiando; y que el lenguaje, dinámico como es, se mueve con ellos.

Pienso que es necesario, por la salud de la opinión pública, distinguir entre conducir un programa de debate y uno de entrevistas. El primero permite el cachascán. El moderador se convierte en el réferi que controla los minutos, define las intervenciones e introduce el elemento provocador y discordante, sin regular demasiado el tono. En cambio, en una entrevista (una buena) se puede exprimir al invitado; se le puede incluso colocar un tirabuzón y sacarle la información deseada hasta dejarlo vacío; pero no se lo puede taclear con rudeza hasta llevarlo a un territorio ajeno. El entrevistador debe despojarse de su ánimo narcisista y permitir que a las pocas horas el público hable de su entrevistado más que de él.

Quizás por eso es que comunicadores como Tucker Carlson optan por mantener sus entrevistas y a sus oyentes con vida, haciéndoles creer a los invitados que comparte sus opiniones: los alimenta con cebos, de modo que se sientan cómodos y hasta convencidos de que su participación es capaz de modificar el pensamiento del interlocutor y de toda su audiencia.

Nuestra aguerrida comunicadora local, en cambio, se alimenta ella misma de sus invitados, a quienes se va comiendo de bocado en bocado. Sus programas son en verdad una especie de show circense: en el que los espectadores miramos con compasión a los protagonistas dándole gracias a la domadora a cambio de modestos premios como dejarlos hablar.

Mientras un Carlson sin complejos terminaba su charla de modo jocoso, pero condescendiente, proponiéndole a la complacida activista cambiar el nombre de Goldman Sachs –uno de los bancos más grandes del mundo– por su contenido masculino (…); Galindo finalizaba su fallida Barricada al entonces canciller, visiblemente frustrada. Había fracasado en su intento de arrastrarlo al cuadrilátero y de reducirlo para que aceptara, de una vez por todas, que su cosmovisión sexual era errada tan solo porque ella no cabía ahí.

Daniela Murialdo es abogada.



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