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23/07/2022
El Satélite de la Luna

Dos abogados en el espacio

Francesco Zaratti
Francesco Zaratti

Se ha hecho costumbre, en el momento de lanzar un emprendimiento, como un campeonato de futbol o un telescopio espacial, poner un nombre emblemático (preferentemente de un difunto) a la iniciativa.

Si el campeonato se desarrolla en el Chapare, donde empieza un circuito agroquímico de alcance global y donde empezó su carrera política el más veterano (ex)presidente, no debería sorprendernos el nombre de esa copa, aunque el aludido goce de buena salud, al menos física.

Asimismo, si de lanzar al espacio un telescopio de última generación se trata, su nombre debe ser alusivo a un talentoso astrónomo. No solo eso, sino que el elegido debe estar preparado para que el siguiente proyecto, tal vez más relevante, lleve el nombre de otra personalidad y opaque al suyo.

Pienso en una futura Copa Lucho de clubes profesionales del fútbol planetario en el Salar de Uyuni o en la Copa BBVA de “tunkuña” en las oficinas de un inefable comediante que sigue procurando al país disgustos en lugar de risas.

Pienso, sobre todo, en el telescopio Hubble (HST), colocado, hace más de 30 años, en una órbita de la Tierra a 540 km de altura y opacado, en costos, prestaciones y ambiciones, por el telescopio James E. Webb, recientemente estacionado en una órbita del Sol a 1,5 millones de kilómetros de nuestra estrella.

El HST ha sido nombrado en honor del que se considera el mayor astrónomo del siglo XX, Edwin P. Hubble (1889-1953), descubridor, junto a su contemporáneo Georges Lemaitre (un cura y astrofísico belga), de la ley homónima de la expansión del universo. Esta ley afirma que cuánto más lejos del observador se encuentra un objeto tanto más rápido se aleja ese objeto (una galaxia, por ejemplo). Curiosamente, el año 2001 el HST comprobó que el universo no solo se expande, sino que lo hace de forma acelerada, un fenómeno que ha dado vida a la hipótesis de la existencia de la elusiva “energía oscura”.

Edwin Hubble trabajó durante decenios en el observatorio de Monte Wilson en California, logrando demostrar, junto a su colaborador Milton Humason (un ex “chofer” de las mulas que subían los equipos a la montaña) que nuestra Vía Láctea es solo uno de los miles de millones de galaxias que pululan el universo.

Con esos antecedentes, es lícito preguntar qué méritos tuvo James E. Webb para que se ponga su nombre a un telescopio que costó 10.000 M$ en los 20 años de su construcción (500 veces más costoso que el HST, que requirió 25 años de preparación) y cuyos avances técnicos están literalmente a la vista, cuando comparamos las imágenes de ambos instrumentos, aunque el HST opera en luz visible, mientras el Webb lo hace en el infrarrojo.

James E. Webb fue un abogado, burócrata y administrador de la NASA en los años 1961-1968, a cargo del desarrollo del programa Apolo que llevó un hombre a la Luna en 1969. Antes, fue subsecretario de Estado en el gobierno de Harry Truman y director de un importante consorcio petrolero. En suma, como se suele decir, un “rather Ford”, un hábil administrador, más que un (Ernest) “Rutherford”, la estrella científica de la física atómica experimental. Poner el nombre de James E. Webb refleja la importancia, en los proyectos científicos modernos, no solo de excelentes investigadores, sino de directores de orquesta capaces de gestionar la extrema complejidad de esos proyectos.

Además, James Webb no es el único abogado en el espacio. El mismo Edwin Hubble, para poder dedicar su vida a la astronomía, tuvo que graduarse antes en Leyes (¡y en Oxford!) a instancias de su padre, un abogado de seguros.

Es por eso el título de esta columna y no por lo que algunos malpensados podrían figurarse, aplicándolo a los abogados del gobierno que viven en la luna.
Francesco Zaratti es físico, investigador, especialista en hidrocarburos y escritor.


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