Ayer estuve presente en la posesión del flamante Presidente Rodrigo Paz, quien ha sorprendido a más de uno con las medidas previas a su ascenso, yendo a Estados Unidos, no invitando a presidentes de Venezuela, Cuba y Nicaragua; cambiando la chacana, que había sido el símbolo institucional del gobierno saliente, por un clásico escudo, lo que sorprendió a quienes habían visto al candidato del PDC como un continuador de las políticas masistas.
El punto de que muchos que votaron por él pensando que no sería tan radical en sus medidas como Tuto, se quedaron pasmados, aunque no faltó que se hizo al adelantado y declaró que sabía que esto sería así.
En realidad, nadie lo sabía, Rodrigo Paz, a quien llamaban “el caballo de Troya de la izquierda”, se atrevió ayer a jurar diciendo “Dios, patria y familia” y, sorprendentemente, fue ovacionado.
Si bien hubo publicaciones de activistas en redes protestando sobre esto; sobre el cambio del horriblemente anecdótico reloj en Plaza Murillo, que se le ocurrió poner al Vicepresidente saliente, producto de alguna fiebre que sufrió por el exceso de tiempo libre en su tiempo de canciller; o, incluso, sobre el regreso de la Biblia a la Asamblea, lo cierto es que a la mayoría del país no le importó mucho. Incluso a pesar del esfuerzo que hicieron los de siempre por “denunciar” racismo o discriminación por eliminar, por ejemplo, la wiphala del frontis de Palacio Quemado.
Y es que parece que, al menos por el momento, la cuestión identitaria no está siendo prioridad en la agenda boliviana o, mejor dicho, sí, pero ahora la identificación ya no es “indígena originaria” sino más cercana al cholaje de Lara, la otra cara de la dupla gobernante.
Lara, sin ser indígena, representa al boliviano del mundo popular, ese que ama el fútbol, que enfrenta la realidad de sobrevivir día a día, Lara es el Rigucho –personaje entrañable de las obras de Raúl Salmón–, ese hombre del pueblo con el que se identifica la mayoría. A diferencia de Rodrigo, Lara se resiste a usar corbata, pero se afana en verse barrocamente presentable en su uniforme de policía, con todo y charreteras. Lara llora, se emociona y nos hace emocionar a todos.
Esta particular relación entre Lara y Rodrigo desconcierta a los anquilosados analistas de lo “nacional popular” que, víctimas de sus propias narrativas maniqueístas, al pensar que un Rodrigo y un Edmand son enemigos de clase y jamás se aliarán, hoy contemplan estupefactos lo que ocurre. Una parte de ellos sólo atina a ver si puede lograr alguna consultoría, pero se despista porque ve que títulos como “visibilización decolonial de la práctica epistemológica ancestral de los pueblos del Abyayala” ya no parecen tan ganadores de publicaciones, como en el pasado.
No les voy a mentir. Me he alegrado mucho al ver que la plaza Murillo no fue tomada por los “movimientos sociales”, mineros o ponchos rojos; no porque esté en contra de ellos, sino porque en los últimos años, muchos representantes de estas organizaciones, acapararon el Estado haciendo sentir ajeno a todo aquel que no era parte de ellos. Por eso se adueñaban de la Plaza de Armas, consumiendo bebidas alcohólicas y vociferando amenazas, especialmente después de 2019.
Ayer el escenario fue distinto, más conciliador, más amigable, más sonriente, a pesar de la lluvia.
Pero el tiempo de los símbolos acabó. El romance de los discursos, de las lágrimas, la emoción y las alfombras rojas ha terminado, y es hora de ver resultados reales. La economía boliviana está por los suelos y el equipo de Rodrigo deberá trabajar horas extras para resolver la situación. Y ha de toparse con la población que está poniendo, quizás, expectativas demasiado altas y optimistas ante una situación que será dolorosa, de una u otra manera.
Pero bueno, sólo por hoy me voy a permitir ser optimista, porque al ver a los Colorados cantar con emoción nuestro himno bajo esa lluvia torrencial, yo también sentí que juntos podemos salir de ésta.
Sayuri Loza es historiadora.
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