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Sin embargo | 09/05/2025

Derrotar al MAL

Jorge Patiño Sarcinelli
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Estoy convencido de que si hiciéramos un análisis de las columnas de opinión publicadas en este medio en los últimos años, encontraríamos que el tema recurrente es la crítica a los Gobiernos del MAS. No, digo mal; no son críticas sino insultos, acusaciones sobre alegaciones, expresiones de disgusto, vitriolo, catarsis. Críticas basadas en datos y observaciones objetivas es lo que menos se ve.

Quizá hayamos dejado atrás el momento de los análisis ya que es tan dominante el consenso sobre los males del MAS que, predicando para conversos, se puede cosechar aplausos saltando a las verdades compartidas. Solo en este clima se puede explicar que se haya propuesto el programa de gobierno más corto de la historia nacional: “Derrotar al MAS”. Estas tres palabras sintetizan el sentimiento político, cardiaco y hepático de los sectores de la población, otrora pititas y ahora autodenominados “oposición”.

George Orwell aconsejaba no escribir reseñas de libros que uno no aprecie –razón por la que no escribo sobre la poesía boliviana actual– y, más al punto, dice William James: “El mal es una enfermedad, y ocuparse del mal es otra enfermedad”. Nuestros columnistas han sido indiferentes a estos consejos y han dado rienda suelta a sus instintos exorcistas con más adjetivación que substancia.

Hablando de males y exorcismos, “no creo en brujas, pero que las hay, las hay”; dice un escéptico, escéptico de su propio escepticismo. De esa existencia no tengo evidencias, pero así como no hay milagros sin santos, no puede haber hechizos sin hechiceras. He conocido.

Sin embargo, no son brujos, hechiceras ni magos los que aparecen en el vocabulario político actual, sino la expresión “cacería de brujas”. A tal punto se ha impuesto esta metáfora que cuando se la oye, ya nadie piensa en aquelarres, gatos negros, sombreros en punta, pactos con el demonio, ni hogueras sino en persecuciones reales con medidas arbitrarias y perversas motivaciones políticas.

Una persona conocedora de la historia asociará la cacería de brujas a la Inquisición, probablemente la española, y a la Edad Media. Al respecto, en lo que a brujas se refiere, comparada con las persecuciones de otros países en Europa, la española ha sido la Inquisición más sensata, con muy pocas mujeres quemadas en su haber, y estuvo más inclinada a considerarlas mujeres chifladas dignas de lástima que brujas. Herejes y falsos conversos era lo suyo.

El fanatismo religioso que dio lugar a la quema de brujas fue un retroceso de la cordura. Mientras que en el siglo VIII San Bonifacio decía que “creer en brujas no es cristiano”, por el 1600, clímax de la cacería en Europa, ya se decía que “no creer en brujas es la peor herejía”. Con esta máxima se podía quemar a cualquier escéptico, y una persona instruida podía dar por buena la prueba en la que se echaba a una mujer acusada de herejía al agua; si flotaba era bruja y si se ahogaba no lo había sido.

Es decir, la humanidad, incluso en países relativamente civilizados, puede entrar en periodos de obscurantismo, en que se abandona una sensatez, que, antes alcanzada, parecía permanente. Es lo que estamos viendo, por ejemplo, ahora en Estados Unidos. Tenemos ahí en pleno desarrollo varias persecuciones a inmigrantes ilegales, a defensores de la causa palestina, a universidades y empresas que tengan políticas de diversidad y equidad, a transexuales, a todo lo que se considere woke e incluso a personas que hayan de alguna manera actuado contra Trump. La prueba del agua ha sido sustituida por la del tatuaje. Si lo tienes, eres mara y te mandan a El Salvador; irónico nombre para un lugar de condena.

En nuestro país, el Gobierno ha publicado una acusación, la del gabinete del golpe, que, por su carácter absurdo, huele a cacería. Es de temer una persecución judicial y que los motivos detrás de la trama fabricada lleven a ampliarla, vaya uno a saber hasta dónde y con qué objetivos, pero, pero por burdo que parezca, preocupa.

No será la primera vez que el Gobierno usa la Justicia como arma política, pero es la primera, que yo recuerde, que lo hace con una farsa mediática y una acusación masiva. Con o sin farsas, cientos de ciudadanos, muchos de ellos inocentes (hasta que se pruebe lo contrario), están en prisión como consecuencia de la arbitrariedad de nuestra mal llamada Justicia, mientras ciertas brujas dedicadas a las malas artes siguen sueltas.

Las cacerías de brujas tienen una versión de persecución desde el poder y otra de sicología de masas ante el mal colectivamente percibido. Cuando ambas entran en acción, el caso aislado se convierte en la confirmación de la existencia de ese mal. La sicología colectiva se manifiesta en esferas de y fuera de la política. No son persecuciones activas, sino actitudes colectivas que tienen como característica la identificación de un mal que no admite matices. Es, digamos así, como una persecución desarmada. Esto puede parecer paradójico, pero es relevante porque son los caldos de cultivo de las persecuciones activas.

Volviendo al inicio de esta reflexión, ciertos sectores de la ciudadanía caracterizan al masismo como un mal y a todos los masistas como alimañas, bichos despreciables; “lobos”, dice una analista (yo preferiría que nos gobierne un lobo que una oveja. Quien sugiere lo contrario, no distingue virtudes públicas de privadas).

Que los Gobiernos del MAS han sido corruptos e ineptos, no cabe duda. Hasta diría, como algunos de mis colegas columnistas, que están entre los más de nuestra historia, pero esto no hace que todos los masistas o todos los que hayan votado un día por el MAS sean narcotraficantes corruptos.

Hoy por hoy, esta visión de la realidad se manifiesta en el vitriolo vertido en las redes y en las reuniones de ciertos círculos, pero el día de mañana, cuando el MAS haya dejado de ser Gobierno, es de temer que los masistas y todo lo que se le parezca sean la presa natural de la persecución; todo bajo aplausos de los demócratas horrorizados con la actual.

Salgamos de la política para que en la comparación se ponga de manifiesto el elemento generalizable. Hace unas semanas se viralizó, como se dice hoy en día, el video de un hombre que golpeaba a su perro, lo que provocó una tormenta de insultos contra el agresor. Hay en esa reacción un grado de hipocresía histriónica, pero hay también la expresión de esa violencia reprimida que se desata cada vez que aparece la confirmación de la existencia del mal que combate la secta; en este caso los animalistas intolerantes.

No quiero defender a ese hombre –toda crueldad es condenable– sino señalar que el hecho de que a su violencia se reaccione con más violencia es, por decir lo menos, contradictorio. En este caso, la cacería se convierte en linchamiento mediático. Si los animalistas llegaran un día a ser Gobierno, no dudo de que aprobarían una 348 que condene la violencia contra los animales: 30 años de cárcel sin derecho a indulto a todo el que mate un animal. Si lo atropella sin querer, lo mismo. Habrá excepciones para los mataderos.

Todas estas cuestiones, con diferencias de grado, ponen en evidencia los males colectivos que terminan dando lugar al fanatismo o la arbitrariedad que promueven las cacerías en todas sus variantes. Debemos denunciar las cacerías de brujas, sin duda, pero debemos también estar atentos a las obsesiones colectivas que terminan por dar pie a cacerías.



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