Antes de la posesión de Rodrigo Paz, la expresidenta Jeanine Añez salió de la cárcel. El Tribunal Supremo de Justicia revisó extraordinariamente la sentencia que la condenó por actos inmediatamente previos a su ascenso al poder: el “golpe”, así bautizado por la artillería del MAS.
La condena a Añez sin juicio de responsabilidades fue el modo de conciliar la vindicta de Evo con los reparos legalistas. Evo e Iván Lima, exministro de Justicia, dejaron para la posteridad sendos testimonios de esa discusión. Por su parte, la CIDH prefirió no terciar en la situación penal de la expresidenta. Es que es más macanudo pontificar en los asuntos fáciles; coincido plenamente con la CIDH. En todo caso, las muertes de 2019 quedan para otro proceso.
El acto judicial que absolvió a la expresidenta no es superficial. Lo constaté gracias al constitucionalista chuqui Arturo Yáñez. Obviamente que la nueva correlación de fuerzas es más cómoda para este fallo, más allá de su fino armazón jurídico.
La buena nueva es que hay magistrados con formación, aunque usted no lo crea. Por ejemplo, es primera vez que la justicia boliviana cita al jurista político Carl Schmitt. Este católico alemán pasó por el nazismo, pero sus tesis inspiran hoy desde la Hungría de Orbán hasta Chantal Mouffe, faro de la izquierda, pasando por muchos del arco político intermedio.
Para evaluar la tórrida transición presidencial de 2019, el Tribunal Supremo ha acudido a la teoría del estado de necesidad constitucional. Esto tiene también que ver con la pregunta de Schmitt sobre la defensa de la Constitución. En una situación política de excepción, extrema, las formas legales son sustituidas por la decisión del soberano.
Para el Tribunal Supremo, en este caso, deshojar margaritas para definir si el 2019 los reglamentos parlamentarios le daban la razón al abogado de Evo o al de Tuto no era un lujo al alcance de una sociedad a punto de arder. Allí surge el soberano que –lamento comunicarlo– no es el pueblo, a decir de Schmitt. Es quien decide la excepción porque, según un autor, “el derecho es incapaz de prevenir lo que sucede en la situación concreta”.
El relator de ese auto supremo es consciente de que llegó así a la luciferina frontera entre derecho y Estado. Y por convicción –o para curarse en salud– advierte que el estado de necesidad constitucional no justifica violar derechos fundamentales o incurrir en delitos de lesa humanidad. A la vez, subraya que no juzga el caso de las víctimas de 2019 (porque es un hecho posterior). Además, el fallo apunta bien que el estado de excepción de Schmitt terminó escudando el abuso estatal en el siglo XX, a título de preservación del orden.
Ningún tribunal haría algo distinto. Es ya audaz afirmar la eventual suspensión excepcional de la ley para permitir que subsista el régimen que la sostiene. Sería encima suicida que los magistrados no mencionaran los derechos humanos, a riesgo de ser incinerados en la plaza. Aunque, francamente, es imposible que quien evocó en Sucre a Schmitt no se preguntara qué pasa cuando el soberano no puede cumplir su papel sin cargos de conciencia.
Por momentos imaginé que el magistrado redactor practicaba eso que detectó Leo Strauss en La persecución y el arte de escribir. Cuando formulan una idea aciaga, discurre Strauss, los pensadores la arropan en un lenguaje que camufle su herejía. De esa manera buscan eludir la cicuta por el escándalo moral que susciten.
En este caso, nadie que medite de veras el estado de excepción excluirá la posibilidad de que el régimen constitucional no se pueda resguardar cristianamente. Ese es el punto de Schmitt, en la tradición de Hobbes. La piedad de los derechos humanos exige que estos sean el límite. Pero el estado de excepción trasciende el derecho; es también materia de la fuerza. Y de si ella alcanza.
El presidente Paz ha repetido que nadie está por encima de la patria y amenazó con procesos por traicionarla. Son alusiones que se pueden rastrear históricamente. Su intuición fue inadvertidamente afín a uno de los ejes de aquel auto supremo: los trances que le toquen a este Gobierno en un eventual estado de necesidad constitucional.
Gonzalo Mendieta Romero es abogado.
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