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Mirada pública | 27/12/2025

Bolivia en el nuevo tablero hemisférico

Javier Viscarra
Javier Viscarra
La política hemisférica de Estados Unidos atraviesa una fase de reordenamiento profundo. No se trata de una ruptura con su tradición histórica, sino de una relectura pragmática de viejos principios, adaptados a un entorno internacional marcado por la fragmentación del orden liberal, el avance del crimen organizado transnacional, la migración ilegal y la creciente competencia geopolítica.

En este contexto, la búsqueda de espacios de cooperación, presencia operativa e incluso instalaciones estratégicas en América Latina responde menos a impulsos ideológicos que a una noción clásica de interés nacional.

La Doctrina Monroe, formulada en 1823 como advertencia frente a la injerencia europea, evolucionó a lo largo del siglo XX hacia formas más activas de proyección regional. Con Theodore Roosevelt surgió el conocido corolario que legitimó la acción preventiva de Washington en el hemisferio. Más tarde, la Guerra Fría y luego la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo reformularon ese enfoque. Hoy, bajo la administración Trump, se perfila una política exterior abiertamente transaccional, centrada en resultados concretos, control de amenazas inmediatas y retornos visibles para la seguridad interna estadounidense.

Esa lógica ha sido expresada sin rodeos hace unos días por el secretario de Estado, Marco Rubio. Lejos del lenguaje diplomático tradicional, concibe la política exterior como un instrumento directo del interés nacional, con prioridades jerarquizadas y escaso margen para ambigüedades. 

En el hemisferio occidental identifica una amenaza principal, los grupos criminales transnacionales que combinan narcotráfico, lavado de activos, tráfico de armas, vínculos con redes terroristas y flujos migratorios irregulares. Desde esta perspectiva, América Latina deja de ser un espacio retórico de cooperación y pasa a ser un componente operativo de la seguridad estadounidense.

El análisis de Washington es selectivo y pragmático. Colombia sigue siendo un socio estratégico pese a la relación incómoda con el presidente Gustavo Petro, a quien Rubio considera errático. Estados Unidos apuesta a la fortaleza institucional y a la cooperación histórica más que a la afinidad política coyuntural.

En Venezuela, en cambio, la posición es frontal. El régimen de Nicolás Maduro es considerado ilegítimo y funcional a redes narcoterroristas con proyección extracontinental. La presión sobre Caracas no es ideológica, sino securitaria, y se combina con una observación cautelosa del rol que Brasil podría desempeñar como actor de equilibrio regional, inclusive para el caso venezolano, donde la diplomacia no ha sido descartada.

Es en este nuevo tablero donde Bolivia adquiere una relevancia particular. A la limitada cooperación histórica se suma hoy un cuadro interno que refuerza las preocupaciones de Washington. El crecimiento sostenido y acelerado de los cultivos de la hoja de coca, muy por encima de cualquier estimación razonable de consumo tradicional, ha ido acompañado por una mayor capacidad de transformación en cocaína y por señales claras de penetración del narcotráfico transnacional.

El último intento del gobierno del MAS fue trasladar este problema al terreno simbólico. Se impulsó, sin éxito, la pretensión de retirar a la hoja de coca de la Lista No.1 de estupefacientes de Naciones Unidas, una iniciativa que fracasó por falta de sustento científico y por la evidencia acumulada sobre su fácil conversión en droga ilícita. 

La descertificación estadounidense añadió otro elemento inquietante, la presencia creciente de operadores y jefes de organizaciones criminales extranjeras en territorio boliviano, un indicador claro de riesgo para la seguridad regional.

Esas señales coinciden con las declaraciones de Christopher Landau durante su reciente visita al país, cuando expresó la voluntad de Estados Unidos de trabajar con Bolivia en la lucha contra el crimen organizado transnacional. El mensaje es inequívoco, la cooperación es posible, pero estará vinculada a hechos verificables y no a gestos discursivos.

Bolivia se encuentra hoy ante una oportunidad estratégica. El cambio de orientación gubernamental abre la posibilidad de dejar atrás enfoques defensivos e ideologizados que limitaron su margen de acción internacional. En un contexto en el que Washington prioriza socios operativos y confiables, el país puede optar por una política exterior más pragmática, basada en cooperación verificable, previsibilidad institucional y resultados concretos.

La política exterior boliviana necesita recuperar una lectura realista del entorno. Ello supone ejercer un no alineamiento activo, entendido no como neutralidad pasiva, sino como capacidad de interactuar con todos los actores relevantes sin comprometer la soberanía. Supone también aplicar un realismo periférico que reconozca las asimetrías del sistema internacional y evite confrontaciones de alto costo y bajo rendimiento.

Bolivia dispone de activos estratégicos que pueden y deben ser utilizados con inteligencia. Su ubicación geográfica, su potencial logístico regional y sus recursos naturales críticos, en particular el litio, ofrecen oportunidades reales de inserción internacional. 

Fortalecer la diplomacia económica, recuperar credibilidad institucional y participar en esquemas regionales de cooperación son asignaturas urgentes.

En un hemisferio donde la seguridad vuelve a ocupar el centro de la agenda, Bolivia tiene la opción de reposicionarse como un actor previsible y pragmático o resignarse a quedar al margen de una reconfiguración que ya está en marcha. El realismo no es una renuncia ideológica. Es, simplemente, una forma madura de defender el interés nacional.

Javier Viscarra es diplomático, abogado y periodista.


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