Bolivia se ha convertido en país de origen, tránsito y destino para la trata de personas, especialmente con fines de explotación sexual, según lo reconoce la Ley 263. Sin embargo, la realidad muestra que esta disposición funciona de manera limitada o, simplemente, no se aplica.
Brújula Digital|07|05|25|
Rodrigo Ayo Kudelka y Mae Lee Vaca
Escapar de las redes de explotación sexual comercial es solo el primer paso en un camino aún más desafiante: reintegrarse a la sociedad. Sin un apoyo integral adecuado, numerosas mujeres terminan regresando a los mismos entornos que una vez intentaron abandonar.
“Eran las nueve de la noche y la Defensoría no contestaba. La joven seguía esperando, a un paso de la calle, ‘a punto de escaparse de nuevo’. Para rescatarla, tuvimos que mentir: ‘se ha fugado’, dijimos. Solo así logramos actuar”, relata Anelisse Cruz Castro, coordinadora de la Fundación Munasim Kullakita.
Bolivia se ha convertido en país de origen, tránsito y destino para la trata de personas, especialmente con fines de explotación sexual, según lo reconoce la Ley 263. Esta normativa –Ley Integral contra la Trata y Tráfico de Personas, promulgada en 2012– establece medidas para prevenir y perseguir el delito, además de atender a las víctimas. En el papel, garantiza atención integral que incluye protección, apoyo psicológico, restitución de derechos y reinserción educativa y laboral. También ordena la creación de centros especializados y mecanismos de coordinación interinstitucional. Sin embargo, la realidad muestra que muchas de estas disposiciones funcionan de manera limitada o, simplemente, no existen.
Un problema invisible pero persistente
Pese a su gravedad, esta problemática permanece en las sombras. El Análisis Situacional de la Explotación Sexual en Bolivia (2021), elaborado por la Fundación mencionada, revela que esta forma de violencia persiste con dinámicas complejas y escasamente abordadas. El informe identifica factores estructurales y subraya la ausencia de una intervención estatal oportuna. Además, advierte que la revictimización ocurre cuando el Estado no proporciona una respuesta especializada, dejando que la responsabilidad de protección recaiga, mayoritariamente, en organizaciones de la sociedad civil.
Según el estudio, niñas, adolescentes y mujeres jóvenes son sistemáticamente reclutadas, manipuladas y comercializadas en redes que combinan abuso físico, emocional y simbólico.
La libertad en papel
Aunque la ley reconoce el derecho a una atención integral tras el rescate, Bolivia, desgraciadamente, carece de un programa efectivo de reinserción. Las casas de acogida operan con recursos limitados y sin una red de apoyo sostenible. En este contexto, muchas mujeres enfrentan una segunda forma de violencia: el abandono institucional. Sin familia, oportunidades ni acompañamiento real, el anhelado pasaje a la libertad se convierte en un camino incierto.
“Como educadora, no puedo prometerles cosas. No se les puede asegurar que todo va a estar bien”, confiesa Cruz Castro.
“Del 100% de víctimas que hemos atendido como sobrevivientes, el 70% ha logrado mantenerse alejada del comercio sexual”, afirma. ¿Y el 30% restante? Algunas debieron regresar a los entornos que intentaron abandonar. No por decisión propia, sino por soledad, ausencia familiar, miedo, necesidad o falta de alternativas. Mientras tanto, otras viven constantemente al borde de volver.
La carencia de redes de apoyo, oportunidades laborales, acompañamiento emocional y una comunidad solidaria transforma la libertad en un estado precario, llevando a estas mujeres a normalizar una vida marcada por la explotación.
La mirada experta
Juan Churqui, abogado especialista en trata de personas, advierte que la situación es más grave de lo que se reconoce públicamente. “En Bolivia, cuando se rescata a una menor de edad, existe una derivación a centros de acogida. Pero si es una adulta, la liberación suele limitarse a decirle 'estás libre, vuelve a tu casa'. No hay ningún mecanismo sólido de reinserción”, señala.
Churqui, magíster en Derechos Humanos y ganador del 7º Concurso Internacional de Tesis sobre Trata de Personas (UNAM-México), enfatiza que el problema va más allá de lo logístico o presupuestario: “El país carece de un sistema que registre o haga seguimiento del proceso de reintegración. Las víctimas simplemente desaparecen del radar.”
Los protocolos internacionales establecen que una víctima de trata debería recibir alojamiento en un centro especializado donde se proteja su identidad, se garantice su salud física (muchas presentan enfermedades de transmisión sexual, lesiones genitales o adicciones), se evalúe su nivel educativo y se le brinde acompañamiento emocional. Para las adultas, la inserción laboral debe ser el último paso, considerando que el contacto físico puede reactivar traumas profundos.
Sin embargo, Bolivia carece de esta infraestructura. En 2020 existían cinco centros especializados; hoy sobreviven apenas dos. Tres cerraron por falta de presupuesto y planificación. “Encerrarlas sin alternativa es técnicamente apresarlas. Muchas regresan al círculo de explotación no como víctimas forzadas, sino porque no tienen otra forma de sobrevivir”, advierte Churqui.
Riesgos ocultos y un Estado ausente frente a redes activas
La ausencia de atención diferenciada también genera nuevos peligros. En 2018, una adolescente de 15 años fue repatriada desde Perú y llevada a un centro de acogida, del que pronto escapó. Posteriormente se descubrió que era cabecilla de una red internacional de trata que captaba adolescentes bolivianas y peruanas para explotación sexual. Ya había sido rescatada anteriormente y, en ambos casos, continuó captando víctimas dentro de los propios centros. “No es lo mismo una víctima de trata que una de violencia familiar. Los efectos psicológicos son distintos. Sin protocolos adecuados, los centros pueden convertirse en nuevos espacios de captación”, advierte Churqui.
En Bolivia operan redes de trata transnacional desde puntos estratégicos como Villazón y Tarija con Argentina, Desaguadero con Perú, o Riberalta con Brasil. Muchas están dirigidas por extranjeros que aprovechan la debilidad de los controles fronterizos y la apatía estatal. La Ley 263 ha sido implementada parcialmente, con un enfoque principalmente punitivo.
“No basta con tener una ley. Se requieren políticas públicas integrales. Actualmente, toda la responsabilidad recae en organizaciones como Munasim Kullakita, Levántate Mujer o la Casa del Migrante. Pero no es su función sustituir al Estado”, subraya Churqui.
Reconstruir vidas: el verdadero desafío
La historia de Mayte (nombre protegido), documentada por la Fundación Munasim Kullakita, ilustra la complejidad del ciclo de explotación. Captada a los 11 años con falsas promesas laborales, fue explotada sexualmente durante dos años en Caranavi. Logró escapar, pero al regresar a su hogar fue rechazada por su familia y, sin opciones, volvió a su actividad anterior. La Fundación la acogió e intentó reinsertarla varias veces, pero los vacíos afectivos y estructurales la arrastraban nuevamente al círculo de explotación.
Hoy, después de múltiples intentos fallidos, Mayte ha retomado sus estudios y lucha por recuperar la custodia de su hija. Su historia evidencia que la trata no termina con el rescate, sino con un acompañamiento real, sostenido y humanizado.
Rehabilitar a una víctima significa, en esencia, reconstruir su proyecto de vida. Solo así podrá dejar de ser víctima para convertirse, verdaderamente, en sobreviviente.
En algún lugar de Bolivia, probablemente son las 9 de la noche y el teléfono de una institución estatal no contesta. Otra joven espera, a un paso de la calle, al borde de fugarse nuevamente. Para rescatarla, alguien tendrá que improvisar, mentir o arriesgarse. Y después del rescate, vendrá la verdadera batalla: transformar esa libertad frágil en una dignidad duradera.
Como dice Anelisse Cruz: “No podemos prometerles que todo estará bien”. Pero el Estado boliviano sí tiene una promesa pendiente con cada una de ellas: convertir la ley escrita en papel en una realidad que realmente las proteja. Mientras tanto, cada noche, la libertad de muchas sigue siendo tan esquiva como una llamada que nadie contesta.
Rodrigo Ayo Kudelka y Mae Lee Vaca son estudiantes de periodismo de investigación de la Universidad UNIFRANZ.