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Sociedad | 28/04/2025   03:28

|ENSAYO|El Deber y los que se van sin decir adiós|Isabel Mercado|

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Brújula Digital|28|04|25|

Isabel Mercado

El pasado 23 de abril  se informó que El Deber, el diario vivo más importante de Bolivia, cambió de propietarios. Una inyección de nuevo capital –en este caso llamada “capitalización”– se venía venir como respuesta a las necesidades financieras del medio. Ya hace un año, en la presentación en Santa Cruz del libro Contra viento y marea –que cuenta la historia y cierre de Página Siete–, el director de El Deber, Pedro Rivero, admitió que el periódico se encontraba en “terapia intensiva”.

Fue una larga fase terminal que acabó –afortunadamente para los trabajadores– en una transferencia de propiedad. Pero se intuye, como ha ocurrido en otros casos, que se trata de un camino sin rumbo ni destino previsibles. La familia Rivero Mercado, con su pionero, el escritor y periodista Pedro Rivero Mercado, y los hijos que le sucedieron, los Rivero Jordán, dieron vida a lo que ha sido el diario tradicional de Santa Cruz y luego el más grande y relevante de Bolivia.

Poco menos de seis meses antes, otro diario emblemático del país, Los Tiempos, el segundo en lectoría digital según Similar Web, también cambió de manos: la tradicional familia Canelas cedió el 100% de sus acciones al Grupo Valdivia para “garantizar todos los derechos laborales y sueldos adeudados” de sus trabajadores. Hasta ahora, justamente eso es lo que no ha sucedido.

A inicios de marzo, la Asociación Nacional de Periodistas de Bolivia (ANPB) y las nueve asociaciones departamentales expresaron su solidaridad con los periodistas del diario Opinión de Cochabamba, quienes se declararon en emergencia exigiendo la cancelación de salarios adeudados desde hace siete meses. El diario no ha cerrado, pero sobrevive apenas, con ediciones limitadas y en constante riesgo de asfixia.

Poco después, también en marzo, la directora de La Razón, Claudia Benavente, renunció a su cargo tras una década al mando de ese diario paceño. Su edición de papel había desaparecido y ya enfrentaba denuncias por despidos masivos y su salud financiera era más que delicada.

El diario sucrense Correo del Sur, resiste heroicamente, con la espada de Damocles pendiendo sobre su cabeza.

El Diario, decano de la prensa boliviana, sigue vivo, aunque su antiguo edificio es hoy un centro comercial poblado de pequeños puestos de venta de todo tipo de chucherías. Tal vez sea una estrategia de sobrevivencia por la vía del alquiler, o tal vez una metáfora involuntaria.

A cierta distancia queda ya el cierre de Página Siete (junio de 2023), que fue el segundo diario más leído del país y que dejó a más de 70 trabajadores sin salarios ni beneficios sociales. Su hemeroteca –física y digital– desapareció junto con su propietario, como si no hubiera existido.

En abril de 2025, Similar Web reporta para El Deber 5,1 millones de visitas únicas mensuales; le sigue Los Tiempos con 2,6 millones, y La Razón, con 1,3 millones. No es poca cosa para un país de 11 millones de habitantes. Pero ni eso alcanza para sostenerlos, lo que sugiere una grave falencia en los modelos de negocios de esos medios, que no han sabido financiarse a través de la lectoría.

Crisis de un modelo

Es cierto que, hasta ahora, solo se puede hablar de una muerte total –la de Página Siete–. Pero todos los demás casos son síntomas de una misma enfermedad: la crisis terminal de los medios tradicionales.

No es un problema que afecte únicamente a los periodistas –que llevan años trabajando en condiciones de precariedad e incertidumbre que son invisibles para muchos–, sino a todo un modelo de sociedad y audiencias que está colapsando en tiempo real.

La crisis que atraviesa la industria mediática global es bien conocida: la publicidad tradicional ya no paga las cuentas. Las redes sociales no solo intermedian, suplantan. Se han convertido en los medios en sí mismos. Y con ello han traído consecuencias que darían para otro ensayo.

Además, el contexto global de polarización, guerra de narrativas y verdades alternativas ha herido de muerte la credibilidad del periodismo, que aún no encuentra ni consuelo ni antídoto.

Pero el problema, en este rincón del mundo, tiene aristas propias: los medios tradicionales –sobre todo los diarios, ese espacio que fue por definición el reino del periodismo– no supieron, no quisieron o no pudieron adaptarse a los cambios que se anunciaban desde finales del siglo pasado. Y la pandemia, la crisis política y la económica los sorprendieron cuando ya era demasiado tarde para reaccionar.

Las llamadas "capitalizaciones" –ese eufemismo para ventas a cualquier precio en medio de la desesperación– han sido salvavidas para algunos afortunados. Los demás siguen con la soga al cuello, empobreciendo lo que queda del buen periodismo, por falta de sueldos, recursos humanos y esperanza.

Incluso la billetera abultada que en otros tiempos solventó a algunos medios cercanos al poder se ha vaciado. La crisis económica y la división interna en el MAS los arrasó también, sin ceremonia.

Cuestión de orgullo

Yo vengo de una generación que creció leyendo diarios. Me hice periodista soñando con papel y tinta. En los lejanos 90, eso marcaba una diferencia en el gremio: “Soy de la prensa escrita”, decíamos con orgullo, como si se tratara de una orden iniciática. Nos esforzábamos por pertenecer a esa casta de grandes firmas y plumas que eran nuestros referentes.

No fue hasta la pandemia que, al menos en mi caso, comprendí de golpe lo limitado de ese orgullo. No se podía imprimir. Y nos tocó conjugar, en primera persona, el verbo reinventar.

Aprender a hablar ante una cámara, editar un video, un audio, pensar con claridad y en voz alta. Fue un desafío superior. Aprendí a admirar el talento de quienes dominan la oralidad y a lamentar, aunque tarde, no haber empezado antes.

Durante un tiempo, al menos quedaba el consuelo de saber escribir, analizar, interpretar los hechos con palabras. Pero incluso esas habilidades se van diluyendo, desplazadas por analistas más jóvenes, más frescos, más visibles.

Porque, seamos honestos, si no estás en redes sociales, no existes. Y muchos de nosotros no tenemos el talento –o la cara– para incursionar en TikTok sin hacer el ridículo.

¿Qué pasa cuando nuestros espacios, nuestros refugios, se difuminan? ¿Desaparece con ellos una manera de hacer periodismo? ¿Muere una escuela que ha quedado obsoleta?

Los tiempos cambian y es normal que lo hagan. También es justo aprender lo que enseñan. Pero el periodismo, en su esencia, sigue siendo un servicio a la sociedad. Y eso lo liga irremediablemente a principios éticos que no deberían depender de la tecnología, de las modas ni de los modelos de negocio (que hoy ya no giran siquiera en torno al dinero, sino a las criptomonedas).

“¿Qué hacer?” es una pregunta sin respuesta. Las capitalizaciones de diarios son mejores que su desaparición, sin duda. Pero solo si implican un compromiso con la calidad del periodismo y con la dignidad del periodista. Los ejemplos recientes, salvo El Deber a quien hay que darle aún el beneficio de la duda, no invitan a esa esperanza.

Como un dinosaurio

¿Importa esto a la sociedad? Sí y no. La presencia de medios digitales respetables es un aliciente que hay que respaldar –incluso con dinero, si se puede– porque su sostenibilidad es igual o más frágil que la de los medios tradicionales.

La desaparición o el cambio radical de línea editorial en los medios que alguna vez fueron referentes afecta a la opinión pública de formas menos visibles, pero más profundas: fragmentación de lectorías, emprendimientos precarios y fugaces, desiertos informativos tapizados de desinformación.

El tratamiento sensacionalista, sesgado y manipulador que impera en tantos espacios de noticias es la muestra más clara de cuánto falta una prensa rigurosa: que investigue, contraste e informe con responsabilidad.

El ecosistema informativo se ha vuelto una jungla. Se escucha al que grita más fuerte. Y en esa selva, los políticos desfilan, vacíos de contenido, exhibiendo sin pudor sus egos, sus carencias, su falta de propuestas y de país.

Con un nuevo proceso electoral a la vuelta de la esquina, marcado por la crisis política y económica, esta carencia se hace más evidente que nunca. Faltan voces. Faltan medios. Falta pluralidad.

Pero no, esto no es un réquiem. Muertos célebres nos han sobrado estos días.

No creo en las casualidades, y esta mañana me desperté tarareando a Charly:
 “Cuando el mundo tira para abajo, es mejor no estar atado a nada… Imaginen a los dinosaurios en la cama”. Y me sentí un dinosaurio, aunque libre.

No, esto no es un réquiem. Es apenas un ayuda memoria –con nostalgia personal– para los que ya no son. Ni serán.

Isabel Mercado es periodista. Fue directora de Página Siete.





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