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Política | 29/03/2024

|OPINIÓN|Nuestra respuesta al usurpador: la memoria|Marko Carrasco|

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Brújula Digital|29|03|24|

Marko A. Carrasco Lundgren

¿Qué efecto tuvo el fracaso de la demanda marítima boliviana en La Haya? La pregunta nos cuesta porque toca una fibra muy sensible para cualquier sociedad: nuestra identidad colectiva. La afiliación identitaria colectiva es potente porque el sentimiento de pertenencia de alguien (nacional, étnico, religioso, ideológico, etc.) está fuertemente ligado al núcleo de su identidad individual. No es algo de lo que estemos conscientes siempre, pero se manifiesta cuando: 1) nuestra identidad colectiva se ve amenazada; o 2) ante un evento en el cual pertenecer al grupo nos genera satisfacción. Para entender el primer punto, pensemos en una sociedad heterogénea como la estadounidense, después del atentado del “9/11” una amenaza a la seguridad nacional se terminó asumiendo por las personas como una amenaza a su forma de vida cotidiana, por ende, a su identidad individual. Para entender el segundo punto, basta con recordar la clasificación al Mundial de 1994, el sentimiento de afiliación nacional en torno al éxito de la Selección generaba satisfacción personal.

Pasa que la identidad colectiva se conforma por varios elementos, los éxitos y los fracasos de nuestro grupo, ambos refuerzan nuestro sentido de pertenencia, a esto la psicología política le llama “traumas y glorias elegidas”. No son los únicos factores que componen la identidad colectiva, pero juegan el rol más importante en diferenciar la identidad de un grupo y de conectarlo con su pasado, ya sea de forma realista o mediante memorias modificadas y/o fantasías que operan como mecanismos de defensa. En el caso de las glorias elegidas, las sociedades tienden a mantener representaciones mentales de triunfos compartidos entre sus miembros, con el tiempo estas imágenes, personas o hitos se solidifican y se convierten en una suerte de mitos, pasando a ser parte de la identidad colectiva. De vez en cuando estas glorias elegidas son traídas al presente (pensemos en Boquerón o el cerco de Katari, como ejemplos), ya sea por líderes o de un padre hacia su hijo, porque estimulan emociones de autoestima y esperanza.

El rol de los traumas elegidos, es decir, el rol de aquellas representaciones mentales colectivas de un evento que ha causado pérdidas y humillación en manos de otro grupo o un sentimiento de victimización, resulta más complejo de entender como factor de cohesión identitaria. Estudios con la segunda y tercera generación de un grupo que ha sufrido un trauma, como los descendientes de los sobrevivientes del Holocausto, por ejemplo, muestran que la representación mental de una tragedia compartida se transmite a las generaciones posteriores en distintos niveles de intensidad. Va más allá de niños imitando el comportamiento de sus padres o actuando en función a historias que oyeron de anteriores generaciones, la transmisión intergeneracional del trauma a nivel colectivo es el resultado de un proceso psicológico inconsciente, en el que la víctima deposita en el núcleo de la identidad de sus descendientes, sus propios miedos y frustraciones.

Después, quien sufrió el trauma inculca en estos últimos la idea de que deben hacer algo para lidiar con el daño generado, ya sea a través del duelo o mediante la agresión para reparar la humillación. Una vez que la representación mental de un evento traumático compartido se convierte en un trauma elegido, la historia real del evento es secundaria, lo que es importante es el poder invisible que adquiere el hecho para vincular a los miembros del grupo en un sentido persistente de igualdad a través de la historia, su historia. Como resultado, un trauma elegido puede asumir nuevos propósitos a medida que pasa de una generación a la siguiente. En algunas generaciones, sostendrá un sentido compartido y permanente de la condición de víctima y en otras, puede usarse para fomentar la restitución de la humillación. En Bolivia, la pérdida del Litoral es claramente un trauma elegido que ha mutado de generación en generación. Hasta el momento en el que el Estado boliviano decidió demandar a Chile ante La Haya, el hecho constituía un factor de cohesión social desde el duelo. Miles y miles de estudiantes desfilando por años en las calles cada 23 de marzo nos han recordado desde la derrota que somos nación. Con la demanda marítima, el trauma del mar pasó a ser un elemento de unidad, ya no desde la añoranza, si no desde la acción y la posibilidad de restituir la humillación de la guerra bajo la idea de torcerle el brazo al estado chileno en la CIJ, nada menos que ante el mundo observando.

Lo que debe alcanzarse a ver es que el tema del mar ha sido siempre una representación mental traumática en el imaginario boliviano, desde el abrazo de Charaña hasta la presentación formal de la demanda el 2013. Quizás es tiempo de entender sin complejos –aunque resulte patético en el sentido literal de la palabra– que el mar ha sido también amalgama para ser el país que somos. Es algo que sabemos, pero que no queremos mirar de frente siempre. Quizás por eso la sentencia en La Haya, al margen de haber sido un rotundo fracaso, no parece haber puesto rajaduras en el suelo sobre el que se paran los bolivianos. Existe una suerte de silencio alrededor del tema que consiente la derrota como algo reconocible, una especie de hartazgo expectante.

En toda la historia china, pocos eventos marcaron el destino del país como la firma del Tratado de Nanjing en 1842. El mismo ponía fin a la Guerra del Opio contra los ingleses, quienes haciendo uso indiscriminado de su poder militar, imponían condiciones absolutamente favorables para su comercio. Para los chinos fue el inicio de una serie de abusos y humillaciones en manos de poderes externos, pero también fue un momento constitutivo. A partir de entonces emergió la noción de volver a ser una nación “rica y poderosa” (fuqiang) usando los medios necesarios y alejándose del pasado imperial y sus costumbres confucianas.

En el caso de Bolivia y el tema del mar la respuesta a la pregunta del inicio debe partir de eso, entender la derrota como una oportunidad para trazar un rumbo nuevo, reconociendo que la memoria colectiva, por más dolorosa que sea, es parte de nuestra identidad como nación, pero que no tiene por qué condenarnos.



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