Una securitización responsable puede convertirse no solo en una herramienta para preservar la estabilidad interna, sino también en un instrumento de reinserción internacional y fortalecimiento del Estado.
Brújula Digital|26|12|2025|
Andrés Guzmán
En las últimas décadas, las relaciones internacionales han experimentado un giro significativo hacia lo que la teoría denomina securitización. Este concepto, desarrollado por Ole Wæver y Barry Buzan en la década de 1990, ha cobrado renovada importancia no solo por el aumento objetivo de la inseguridad a escala global, sino también por la creciente instrumentalización política de la seguridad por parte de distintos gobiernos.
Según Wæver y Buzan, un asunto se securitiza cuando es presentado discursivamente como una amenaza existencial, lo que habilita la adopción de medidas extraordinarias que, en condiciones normales, no serían aceptables dentro de un marco jurídico ordinario.
Bajo el argumento de que la supervivencia de la nación está en riesgo, los gobiernos trasladan el tema desde el ámbito de la política pública al de la seguridad, donde prima la urgencia, la excepcionalidad y la reducción del espacio deliberativo.
Estados Unidos es un ejemplo claro de este proceso. Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, los sucesivos gobiernos estadounidenses securitizaron el terrorismo islamista global, convirtiéndolo en el eje estructurante de su política exterior. La llamada “guerra contra el terrorismo” justificó intervenciones militares, profundas reformas legales, políticas migratorias más restrictivas y una resignificación del enemigo, que dejó de ser un Estado identificable para convertirse en un actor difuso y transnacional.
Detrás de esta narrativa, sin embargo, persistieron intereses estratégicos clásicos, entre ellos la necesidad de asegurar el abastecimiento de energía –particularmente de petróleo– desde regiones consideradas vitales para la seguridad nacional estadounidense. La securitización operó, así, como un marco legitimador de decisiones que combinaban seguridad, geopolítica e intereses económicos.
Dos décadas después, bajo el actual gobierno de Donald Trump, el foco de la securitización se ha desplazado del terrorismo islamista hacia los cárteles del narcotráfico y a las organizaciones criminales transnacionales, principalmente de América Latina.
El nuevo “enemigo” ya no opera desde Medio Oriente, sino desde el hemisferio occidental, y es presentado como una amenaza directa a la seguridad de Estados Unidos.
Este giro no supone una ruptura con la lógica anterior, sino su adaptación. Se mantiene la noción de amenaza existencial y la justificación de medidas excepcionales, al tiempo que se preserva el objetivo estratégico de garantizar condiciones favorables para los intereses geopolíticos y económicos estadounidenses. Cambia el objeto de la securitización, pero no su función.
En América Latina, el aumento de la delincuencia, el narcotráfico y la migración irregular constituyen el correlato regional de este proceso. Países como El Salvador, Ecuador, Chile, México y Brasil –entre otros– han securitizado sus agendas de política interna y, en ciertos casos, también su política exterior, redefiniendo estos fenómenos no como problemas sociales, sino como amenazas existenciales a la estabilidad nacional.
El caso de Venezuela es particularmente revelador. Allí, el gobierno –controlado por estructuras vinculadas al narcotráfico, como el denominado Cartel de los Soles– ha hipersecuritizado su agenda política, pero no para proteger a la población ni preservar la estabilidad social, sino para perseguir y silenciar a la oposición.
Las bandas del crimen organizado y las economías ilícitas que operan en territorio venezolano no solo no son combatidas, sino que están integradas de diversas formas en la estructura del Estado, como lo han denunciado reiteradamente organismos internacionales. Las fuerzas de seguridad, lejos de garantizar el orden público, se han convertido en instrumentos de represión política y control social.
Esta situación, que se ha prolongado ya varios años, ha provocado la migración forzada de casi un tercio de la población venezolana, que hoy busca mejores condiciones de vida principalmente en los países vecinos. Se configura así un círculo vicioso que refuerza simultáneamente la crisis migratoria y la securitización regional.
Es aquí donde convergen los intereses de Estados Unidos –que busca cortar los flujos del narcotráfico, debilitar a las redes criminales y garantizar el acceso al crudo venezolano, especialmente adecuado para sus refinerías– y los de varios gobiernos latinoamericanos, desbordados por flujos migratorios que se han vuelto insostenibles.
Ante estas tendencias, Bolivia no debe marginarse ni tampoco adoptar posturas basadas en afinidades ideologías o valoraciones morales, como ocurrió en el pasado reciente. Lo que debe hacer es priorizar sus intereses nacionales, minimizando costos y evitando confrontaciones con quienes establecen las reglas, tal como aconseja la teoría del realismo periférico. No solo porque es lo que más le conviene, sino también porque la seguridad se está consolidando como un asunto central de la gobernabilidad.
Si bien Bolivia mantiene índices de criminalidad y número de homicidios relativamente bajos respecto a los países de la región, y la agenda política se encuentra concentrada en la superación de la crisis económica, existen razones reales y objetivas para considerar una securitización acorde a sus condiciones y necesidades.
Hechos de extrema violencia –como asesinatos sumarios, ajustes de cuentas y secuestros–, que antes no se registraban en Bolivia, se han vuelto cada vez más frecuentes. A ello se suman los informes de organismos internacionales que advierten sobre el asentamiento de importantes estructuras del crimen organizado en territorio nacional, la inclusión del país en la lista gris del GAFI por deficiencias en la lucha contra el lavado de activos y la financiación del terrorismo, así como la desertificación estadounidense de Bolivia, por décimo octavo año consecutivo, en materia de lucha contra el narcotráfico.
En este contexto, el eventual retorno de la DEA representa una señal positiva, pero resulta insuficiente si no se acompaña de una estrategia integral de seguridad, coordinada entre la política exterior y las instituciones nacionales encargadas del orden interno.
Bolivia debe recuperar el control efectivo de las zonas donde operan organizaciones criminales, fortalecer sus capacidades de inteligencia, profesionalizar a las fuerzas del orden y profundizar la cooperación operativa con los países vecinos en materia de control fronterizo, intercambio de información y persecución de redes transnacionales.
En el plano regional, Bolivia debe adherirse sin ambigüedades a todas las iniciativas multilaterales en materia de seguridad. En particular, a la alianza regional contra el crimen organizado establecida en diciembre de 2024 mediante la Declaración de Bridgetown que el gobierno anterior no quiso suscribir.
Este paso enviaría una señal clara de que el nuevo gobierno presidido por Rodrigo Paz está en sintonía con las principales preocupaciones del continente y dispuesto a asumir compromisos concretos para poner orden en la región.
En definitiva, Bolivia no puede seguir actuando con una lógica defensiva, fragmentada o reactiva. Una securitización responsable –limitada, controlada y orientada al interés nacional– puede convertirse no solo en una herramienta para preservar la estabilidad interna, sino también en un instrumento de reinserción internacional y fortalecimiento del Estado.
Andrés Guzmán Escobari es diplomático de carrera.