Bolivia no está condenada a esta herida. Pero tampoco está curada. La era del MAS dejó algo más pesado que una crisis económica o institucional: dejó una psicología del abuso normalizado. Salir de eso exige más que alternancia política.
Brújula Digital|16|12|2025|
Álvaro Bazán
Hay países que atraviesan crisis. Y hay países que atraviesan procesos psicológicos. Bolivia, desde 2005 hasta hoy, pertenece claramente al segundo grupo. No se trata solo de errores de política pública, ni de liderazgos fallidos, ni siquiera de autoritarismo a secas. Se trata de algo más profundo y persistente: una herida en el inconsciente colectivo, producto de dos décadas de un mismo estilo de poder, con distintas caras, pero una lógica constante.
Como en un informe de psicoanálisis, el primer paso es reconocer la duración del trauma. La llamada “era del MAS” se prolongó de 2005 hasta 2025, con un breve lapso de transición en 2020, que no alcanzó a modificar el patrón. El gobierno de Luis Arce no solo dio continuidad a ese modelo: en muchos casos lo radicalizó, y en un giro particularmente dañino, dirigió el abuso incluso contra antiguos aliados. Cuando el poder empieza a devorarse a sí mismo, el daño social se profundiza.
El patrón del abuso
Todo proceso traumático tiene un origen reconocible. En este caso, no es una sola decisión ni líder, sino una forma de ejercer el poder basada en cinco comportamientos reiterados:
Primero, el bloqueo sistemático del desarrollo ajeno. Si un proyecto, una región, una institución o una persona no estaba alineada con el centro del poder, se la frenaba, se la asfixiaba o se la deslegitimaba. El mensaje fue claro y persistente: progresar fuera del paraguas político era peligroso. Con el tiempo, esto generó una cultura de autocensura y dependencia.
Segundo, la concentración obsesiva del poder. La separación de poderes dejó de ser un principio y pasó a ser un estorbo. La justicia, los órganos de control, la economía y hasta el relato histórico fueron absorbidos por una lógica única. Hannah Arendt advertía que el totalitarismo no empieza cuando todo está prohibido, sino cuando todo depende de una sola voluntad. Bolivia cruzó ese umbral hace tiempo.
Tercero, la creación de estructuras paralelas. Donde había una institución autónoma, se construía una sombra: sindicatos funcionales, organizaciones “sociales” oficialistas, sistemas alternativos de presión. El resultado fue una confusión permanente sobre quién manda y bajo qué reglas. Cuando la realidad se duplica, la confianza se rompe.
Cuarto, la exclusión del otro. El disenso dejó de ser legítimo y pasó a ser sospechoso. Se instaló una lógica binaria: pueblo versus antipueblo, leales versus traidores. Erich Fromm llamaba a esto “huida de la libertad”: la necesidad de simplificar el mundo para no tolerar la complejidad. El costo fue la fractura del tejido social.
Quinto, el desdén por la norma. Las leyes se usaron como instrumentos selectivos, no como pactos comunes. Se respetaban cuando convenían y se torcían cuando molestaban. Esto dejó una secuela particularmente tóxica: el cinismo normativo. Cuando la gente deja de creer en las reglas, empieza a buscar atajos. Y cuando eso se generaliza, el daño es estructural.
Si en los 15 años de la primera etapa de la era del MAS se normalizó el abuso hacia afuera, el periodo 2020–2025 añadió una capa aún más corrosiva: el abuso hacia adentro. Bajo el gobierno de Luis Arce, el poder no solo persiguió a opositores reales o imaginarios, sino que avanzó contra ex aliados, antiguos cuadros y sectores que alguna vez fueron parte del mismo proyecto.
Desde una perspectiva psicoanalítica, esto es un síntoma claro de descomposición del vínculo. El poder deja de sostenerse en lealtades ideológicas y pasa a operar por miedo, castigo y desgaste. Se consolidó la crueldad burocrática, la negligencia deliberada, la asfixia administrativa. No siempre hay espectáculo; hay persistencia. Y ese tipo de violencia, silenciosa y continua, deja marcas más profundas.
Los síntomas del paciente
El resultado es un país con síntomas claros de trauma colectivo. El sociólogo Kai Erikson describía estos procesos como daños que no afectan solo a individuos, sino a la capacidad misma de una comunidad para reconocerse como tal.
En la Bolivia post MAS pervive la sensación de hipervigilancia política, apatía defensiva, desconfianza generalizada y una peligrosa tentación de venganza. Muchos ciudadanos sienten que la única forma de reparación posible es el castigo del otro. Es comprensible. Pero también es riesgoso.
Frantz Fanon advertía que las sociedades que salen de procesos opresivos corren el riesgo de reproducir la violencia que las marcó, solo cambiando de signo. Cuando la rabia no se elabora, se recicla.
¿Cómo se sale sin repetir?
La salida no es el olvido, pero tampoco la revancha. Es un camino incómodo, pero necesario.
Primero, verdad compartida. Sin un mínimo acuerdo sobre lo que ocurrió, no hay recomposición posible. No se trata de imponer un relato, sino de reconocer hechos, responsabilidades y daños.
Segundo, justicia con límites claros. Justicia no es humillación ni escarmiento público. Es previsibilidad, proporcionalidad y fin de la impunidad. Cuando la justicia se usa como venganza, solo prolonga el trauma.
Tercero, reconstrucción de la confianza. Y esto no se logra con discursos épicos, sino con rutinas sencillas: reglas que valen para todos, instituciones que funcionan, sanciones que no discriminan y espacios donde el otro deja de ser enemigo.
Arendt decía que el perdón no borra el pasado, pero libera al futuro de quedar atrapado en él. No es un acto de debilidad, sino de coraje político y moral.
Epílogo abierto
Bolivia no está condenada a esta herida. Pero tampoco está curada. La era del MAS, extendida durante veinte años, dejó algo más pesado que una crisis económica o institucional: dejó una psicología del abuso normalizado.
Salir de eso exige más que alternancia política. Exige una reeducación emocional colectiva, una nueva relación con el poder, con la norma y con el otro. Si no se hace ese trabajo, el país no cambiará de era. Y las heridas no tratadas, como sabemos, siempre vuelven.