La reforma agraria de 1953 no fue un episodio simbólico ni un simple ajuste administrativo; su aplicación fue desigual, es cierto, y su impacto en productividad no fue inmediato ni homogéneo, pero transformó de manera efectiva el régimen de propiedad de la tierra en el altiplano y los valles, desmantelando relaciones semifeudales.
Brújula Digital|15|12|25|
Horacio Calvo
Agradezco la rigurosa y cabal réplica del señor H. C. F. Mansilla en Brújula Digital a mi texto anterior. Coincido con él en que toda narrativa histórica, por más arraigada que esté en la memoria colectiva, debe ser sometida a examen crítico. Las revoluciones no están exentas de errores, abusos ni deformaciones; tampoco deben convertirse en objetos de culto. Pero discrepo profundamente de su conclusión central: que la Revolución Nacional de 1952 fue un mito sobredimensionado, carente de importancia estructural y, en última instancia, prescindible. En ese sentido, Roberto Laserna también es parte de la polémica.
Respecto al señor Mansilla, la diferencia entre una crítica legítima y una negación injustificada es una cuestión de método. Señalar deficiencias no equivale a invalidar la totalidad de un proceso histórico. Confundir ambas cosas es una forma de revisionismo simplificador.
En primer lugar, la reforma agraria de 1953 no fue un episodio simbólico ni un simple ajuste administrativo. Su aplicación fue desigual, es cierto, y su impacto en productividad no fue inmediato ni homogéneo. Pero transformó de manera efectiva el régimen de propiedad de la tierra en el altiplano y los valles, desmantelando relaciones semifeudales y otorgando reconocimiento legal a sectores campesinos e indígenas históricamente excluidos. Reducir ese cambio a un fracaso porque no generó una modernización agraria instantánea equivale a ignorar que la justicia distributiva y la transformación de estructuras de poder son procesos distintos (y más profundos) que la mera eficiencia económica coyuntural.
En segundo lugar, la nacionalización de las minas no puede analizarse únicamente desde un balance fiscal inmediato. Ese enfoque contable empobrece la comprensión del hecho histórico. La nacionalización significó el quiebre del poder oligárquico sobre el principal recurso estratégico del país; reconfiguró las relaciones laborales, fortaleció al movimiento sindical y convirtió al Estado en un actor central de la economía. Que la gestión posterior haya sido deficiente en múltiples ocasiones no convierte el acto mismo en irrelevante. Sería como afirmar que la independencia de una nación pierde valor si sus primeros años republicanos fueron caóticos.
En materia educativa, la afirmación de que la Revolución no produjo avances sustantivos resulta igualmente problemática. Es correcto que antes de 1952 ya existieran esfuerzos modernizadores (no puedo desconocer la reforma de 1909 en la que Daniel Sánchez Bustamante, mi bisabuelo, desempeñó un papel activo), pero negar la expansión de la cobertura, el crecimiento del gasto educativo y la apertura del sistema a sectores hasta entonces marginados es desconocer evidencia histórica ampliamente documentada. Otra cosa es, y aquí podemos coincidir, que la calidad, la institucionalidad científica y la sostenibilidad del sistema educativo hayan quedado rezagadas. Pero una expansión imperfecta no es sinónimo de inexistencia.
Un cuarto aspecto cuestionable de la argumentación del señor H. C. F. Mansilla es su insistencia contrafáctica: Bolivia, sostiene, pudo haber alcanzado un desarrollo similar sin una ruptura revolucionaria, tal como ocurrió en otros países. El problema es que la mera enumeración de casos dispersos no constituye un análisis comparativo riguroso. Cada país responde a una estructura social, étnica, económica y política distinta. En el caso boliviano, las élites tradicionales demostraron durante décadas su resistencia sistemática a cualquier reforma profunda. Sostener, sin evidencia concreta, que esas mismas élites habrían impulsado voluntariamente una redistribución de tierras, una ampliación masiva de derechos políticos y una nacionalización de recursos estratégicos roza más la especulación que el análisis histórico.
También comparto la preocupación del señor Mansilla por los efectos perversos del llamado mito nacional-popular. Las narrativas pueden servir para legitimar nuevos autoritarismos, para justificar corrupciones contemporáneas o para ocultar responsabilidades presentes. Pero una cosa es criticar la instrumentalización del mito y otra muy distinta negar la existencia del acontecimiento histórico que le dio origen. Reducir la Revolución a una mera “coartada simbólica” implica confundir la manipulación del pasado con la inexistencia de cambios reales en el pasado.
Esta discusión, en el fondo, revela una diferencia de enfoque. Para el señor Mansilla, el valor de un proceso histórico parece medirse por su capacidad de producir una modernidad eficiente, racional, ambientalmente responsable y perfectamente institucionalizada. Bajo ese estándar casi ideal, prácticamente todas las revoluciones del siglo XX fracasarían. La historia, sin embargo, es más contradictoria: hecha de avances incompletos, retrocesos, tensiones y logros parciales que, aun así, alteran de forma duradera la trayectoria de un país.
La Revolución Nacional de 1952 no fue una utopía realizada ni un modelo inmaculado. Fue un momento de ruptura profunda que modificó la estructura de propiedad, amplió derechos, reconfiguró el Estado y redefinió las relaciones de poder en Bolivia. Que esos cambios no hayan desembocado en un desarrollo pleno y sostenido no anula su carácter transformador.
Negar eso no es espíritu crítico: es una simplificación incompatible con el rigor que exige la historia.
Más que debatir desde absolutos (mito o gesta, desastre o redención) propongo que elevemos la discusión hacia el terreno de los datos, las series históricas, los indicadores comparativos y los escenarios contra fácticos plausibles. Sólo ahí puede resolverse, con honestidad intelectual, la pregunta de fondo: qué cambió realmente en Bolivia a partir de 1952, qué no cambió y por qué.
El escepticismo del señor Mansilla cumple una función necesaria: sacudirnos de complacencias. Pero cuando ese escepticismo desemboca en la denegación absoluta de transformaciones verificables, deja de ser crítica para convertirse en revisionismo selectivo. La Revolución Nacional tuvo sombras (insisto, de eso no cabe duda) pero también produjo rupturas institucionales y sociales que cambiaron el mapa político de Bolivia. Negar la existencia de esas rupturas por el hecho de que sus resultados no fueron homogéneamente exitosos es un error metodológico grave.
Todo lo demás, sea hagiografía o negacionismo, empobrece la comprensión de nuestro propio pasado.
Con todo y aun desde nuestras diferencias, saludo este intercambio de ideas, porque revela que la discusión sobre la Revolución Nacional no ha perdido vigencia ni capacidad para interpelarnos. La riqueza de la argumentación crítica, cuando está guiada por la seriedad intelectual y no por consignas, no empobrece la historia, sino que la enriquece. Sólo a través de debates como este, rigurosos y abiertos, es posible construir una comprensión más compleja, honesta y madura de nuestro pasado, y con ello, también, de los desafíos que enfrentamos en el presente.