¿No será que es necesario llevar la tesis de Mansilla sobre 1952 hasta 1825, y averiguar hasta qué punto la independencia nacional, expresada en la fundación de la república, ha sido sobrevalorada? No olvidemos que Bolívar y Sucre la aceptaron a regañadientes.
Brújula Digital|07|14|2025|
Roberto Laserna
En los últimos días el filósofo H. C. F. Mansilla ha provocado una interesante polémica a raíz de la reciente publicación de un libro dedicado a revisar el aporte de la revolución nacional al desarrollo y la democracia.
La tesis de Mansilla, publicada en Brújula Digital, es que el libro, al que por lo demás dedica elogiosos comentarios por la calidad de los autores y de los estudios, contribuye sin embargo a reforzar uno de los mitos sociales más influyente en Bolivia. La Revolución Nacional, para Mansilla, se ha convertido en un verdadero mito al que se le atribuyen méritos sustanciales, más basados en el discurso valorativo que en los resultados efectivos.
Mansilla argumenta que los logros de dicho proceso, que los tiene, fueron alcanzados por otros países con menos costos, o se hubieran realizado en la misma Bolivia sin la mediación de ese ciclo de violencia y ruptura institucional, pues incluso ya habían comenzado a aplicarse.
La Revolución Nacional ha sido muy sobrevalorada, dice Mansilla, y con eso parece haber pisado varios dedos meñiques al mismo tiempo. El autor Horacio Calvo también se ha referido a esta polémica.
La expansión hacia el Oriente, por ejemplo, estaba planteada en el Plan Bohan, que de hecho había comenzado a aplicarse antes de que se desatara la revolución. El voto universal estaba en la agenda y muchos países de Sudamérica ya la habían aplicado sin revolución. Muchos también ampliaron la educación a las áreas rurales como se había comenzado también a hacer en el país. Las minas fueron estatizadas pero ello ahuyentó las inversiones en el sector estancando su crecimiento, sin que los “excedentes” así capturados sirvieran para lograr la segunda independencia prometida. Las reformas agraria y urbana alentaron la confiscación de propiedades, creando un precedente que se ha hecho casi un hábito nacional, como el avasallamiento, sin que contribuyera a mejorar la productividad agrícola.
Tengo la impresión de que las interpretaciones y los análisis de la revolución nacional han destacado casi siempre sus logros, incluyendo los que no debían ser directamente atribuibles a dicho proceso, pero ha omitido considerar los costos, tanto económicos como institucionales. Y es precisamente por eso que es muy difícil negarle la razón a Mansilla: se ha sobrevalorado “el 52” al punto de convertirlo en un mito nacional.
Los mitos tienen funciones importantes, pues contribuyen a forjar identidades colectivas y a dar cohesión a las sociedades. Con mucha justicia, Mansilla reclama una lectura contemporánea de Los mitos profundos de Bolivia de Guillermo Francovich.
Los mitos son importantes, sostiene Francovich. Se basan en hechos, acontecimientos o características que son interpretadas y descritas de maneras que magnifican su relevancia. Se diría que los mitos son, por definición, sobrevaloraciones. Francovich dice que los mitos no son verdades o mentiras por sí mismos, sino “verdades simbólicas” que organizan la interpretación de la historia y el sentido de identidad colectiva. Pueden, por lo tanto, ser identificados y estudiados como objetos de análisis, y por lo tanto pueden también, y deben, ser criticados. Sobre todo si en ellos se detectan “mentiras simbólicas” que acaban dañando a la sociedad.
Francovich identifica, por ejemplo, el “mito de la liberación” según el cual una acción heroica puede permitirnos superar problemas. Este mito está muy arraigado en Bolivia y nos ha impedido invertir esfuerzos en desarrollar instituciones y normas que nos permitan administrar y superar nuestros problemas paulatinamente, sin graves conflictos y por tanto con menos costos. Peor aún, es un mito que de alguna manera ensalza las rupturas y quiebres institucionales, genera aprecio por la rebelión y da confianza a la acción de los caudillos. Es indudable que la revolución nacional es parte de este mito, como lo es el momento fundacional de la independencia, cuyos 200 años celebramos.
Ese autor también mencionaba que este mito se concentra en la figura del héroe libertador cuya acción heroica trae libertad y progreso. Mencionaba a Bolívar y Sucre como ejemplos culminantes pero nuestro santoral patriótico tiene muchos líderes que en su momento fueron símbolos de redención y destino colectivo. No hace falta nombrarlos, son demasiados.
La independencia es, no cabe duda, el mito fundacional que organiza nuestra historia y define el rasgo principal de nuestra identidad: la bolivianidad. Ese mito convierte los 15 años de guerra civil previos a la independencia en causa patriótica lineal e inevitablemente conducente al 6 de agosto triunfal, borra los 300 años previos como un periodo de oprobio ominoso y transforma líderes violentos en íconos reverenciados. Y, por supuesto, determina también comportamientos que muchos consideraron ejemplares y trataron de repetir en cuartelazos, rebeliones y golpes de estado.
¿No será que es necesario llevar la tesis de Mansilla sobre 1952 hasta 1825, y averiguar hasta qué punto la independencia nacional, expresada en la fundación de la república, ha sido sobrevalorada? No olvidemos que Bolívar y Sucre la aceptaron a regañadientes y que, al poco tiempo, el Mariscal Andrés de Santa Cruz intentó corregir en parte los efectos dañinos de la fragmentación al intentar que una Confederación administrara lo que fue el Virreinato. Y que la fragmentación sigue siendo un problema tan grave como el localismo, pues de otro modo no se explica que sigamos intentando levantar procesos de integración que siguen fracasando.
¿O será que tendremos que contentarnos con resaltar los logros, ocultar los costos y tapar los daños celebrando “verdades simbólicas” y aferrándonos a mitos?
El autor es investigador de CERES.