Aunque muy estudiada y valorada, la Revolución Nacional ha sido sobredimensionada; su originalidad y su carácter de punto de quiebre histórico son mitos sostenidos por el consenso académico y político.
Brújula Digital|27|11|25|
H. C. F. Mansilla
Hace se publicó un voluminoso libro, titulado: “1952: las huellas de la Revolución” (La Paz: Plural 2025). La obra, compilada por Carlos Toranzo e Iván Velásquez, reúne 14 textos de otros tantos autores, todos ellos ilustres representantes del saber académico. Por su calidad analítica y su riqueza en datos e interpretaciones, este libro será por mucho tiempo la referencia obligada para todo debate en torno a la Revolución Nacional. Y, sin embargo, también este libro reproduce el mito –de naturaleza muy persistente– acerca de la originalidad de ese suceso y su relevancia histórica: habría un antes y un después básicamente diferentes, marcados y definidos por aquel régimen, que duró desde 1952 hasta 1964.
Para comprender la obligatoriedad que se ha constituido en torno a esta concepción, hay que reconstruir el consenso general y dogmático que hasta hoy acompañada a este acontecimiento en la escena política, en el ámbito universitario y en las visiones elaboradas por los intelectuales. Como se sabe entre tanto, una vasta popularidad no garantiza la veracidad de las creencias colectivas y de los mitos intelectuales, y mucho menos la calidad y durabilidad de un experimento socio-político en la praxis real.
En función gubernamental, el Movimiento Nacionalista Revolucionario dedicó una parte de sus energías a fomentar dilatadas formas de corrupción, a instrumentalizar el aparato de justicia a favor del Poder Ejecutivo, a promover los códigos paralelos de comportamiento en la esfera pública y a establecer nuevos trámites burocráticos, generalmente superfluos y siempre mal diseñados. El incremento de la inseguridad jurídica correspondió a la declinación del Estado de derecho. Es cierto que el MNR no inventó nada nuevo, pero, en nombre de un experimento social pretendidamente revolucionario, rejuveneció algunas de las tradiciones más deplorables de la sociedad boliviana.
En la esfera de la cultura popular es donde el MNR mostró abiertamente su carácter conservador-tradicionalista: exacerbó algunas normativas de índole irracional, como el caudillismo y el prebendalismo, el centralismo y el colectivismo. Las rutinas de esta cultura política –nunca codificada abierta y públicamente– reglamentan hasta hoy el ámbito político, establecen las diferencias reales entre dirigencia y masa, otorgan autoridad a los jefes con cualidades carismáticas, delimitan la verdadera significación de programas, encubren los sistemas de corrupción y distribuyen prebendas entre lo fieles al caudillo de turno.
Uno de los mayores éxitos modernizadores del MNR consistió en un fortalecimiento “técnico” de prácticas tradicionales, por ejemplo en el arte de perseguir a los adversarios políticos, imaginarios o reales. El llamado Control Político del MNR –extremadamente frondoso– actualizó los hábitos que existían desde hacía siglos. Como escribió Huáscar Cajías, la policía del MNR sistematizó “lo que antes estaba disperso; introdujo orden en la anarquía represiva; tornó continuo, permanente, lo que antes era accidental y momentáneo; adjuntó a las palizas tradicionales, primitivas y temperamentales, los aportes de la ciencia moderna, para lo cual construyó un estado mayor eficiente e idóneo. (...). Todo esto se justificaba y practicaba en nombre de la patria, de la justicia social, del progreso económico”.
La persistencia de mitos colectivos ha sido alimentada paradójicamente por la labor de los intelectuales progresistas como René Zavaleta, quien fundamentó la teoría de lo nacional-popular, muy difundida en casi todos los estratos sociales. Pese a su carácter gelatinoso, “nacional” y “popular” son concepciones prácticamente sagradas, y su entrelazamiento las pone por encima de toda crítica. Lo nacional-popular engloba también los prejuicios colectivos de vieja data, la cultura política autoritaria, la tolerancia ante la corrupción, la insensibilidad la frente a los fenómenos burocráticos, el desinterés por la protección del medio ambiente y la indiferencia con respecto al mal funcionamiento del Poder Judicial y de la administración pública.
El MNR combatió sin piedad a la antigua “rosca minero-feudal”, pero a partir de 1952 contribuyó a la formación de una élite muy privilegiada, que se convirtió en la nueva clase alta del país, con su secuela inevitable, la corrupción en gran escala. Se puede aseverar que desde entonces las nuevas élites reproducen las características negativas de las antiguas clases altas: la arrogancia infundada, el desprecio por la cultura y la ciencia, la incapacidad de generar visiones de largo plazo y la inclinación a servirse sin escrúpulos de los recursos financieros del Estado.
Los modestos efectos modernizantes generados por la Revolución Nacional habrían tenido lugar, más tarde o más temprano, bajo un régimen dominado por las élites tradicionales, como ocurrió en la mayoría de los países latinoamericanos y precisamente en el área andina. En las zonas rurales la derogación de relaciones personales y laborales de tipo servil, la apertura de los mercados agrícolas y la expansión del sistema educativo se hubieran hecho realidad en años posteriores sin la violencia y las arbitrariedades que acompañaron a la reforma agraria de 1953. El incremento de la movilidad social se hubiera dado igualmente bajo gobiernos de diverso signo. Y lo mismo puede aseverarse del voto universal y del desarrollo acelerado de las regiones orientales.
El MNR y su imitador, el Movimiento al Socialismo (MAS), han contribuido a consolidar prácticas y valores convencionales, propios del mundo premoderno, que van desde el caudillismo hasta el autoritarismo, rejuveneciendo así los elementos menos rescatables del orden tradicional. El análisis comparativo de lo alcanzado en naciones similares de América Latina y del Tercer Mundo nos muestra la poca originalidad teórica y la mediocridad fáctica del experimento iniciado en Bolivia en abril de 1952. Como conclusión se puede afirmar que la Revolución Nacional de abril de 1952 en Bolivia fue, en el fondo, innecesaria y superflua.
H. C. F. Mansilla es filósofo y politólogo.